FRANCISCO UMBRAL
Llegamos a su casa a media tarde y Fernando está con un grupo de amigos, arrodillado frente a una imagen que no es devoción sino intracultura, pues Fernando Fernán-Gómez tiene mucho de trapero de la infracultura madrileña y cuando se pone «a hacer» a los clásicos le salen bordados, pero bordados en el roperío de los que están allí porque perdieron la guerra o porque no la ganaron. Carlos Saura, el primero y Fernán-Gómez el último, pues el cine resultó cosa muy cinematográfica y ha dado de todo, menos una gran película española.
Ahora, cuando el genio del pelo rojo, como Van Gogh, se retira por una pierna, ocurre que nos deja el mejor celuloide filmado por España o por españoles o sea, La silla de Fernando, diálogo insólito, más insólito en el cine, memorias prodigiosas de un hombre, de un cómico que va perdiendo la memoria, como vemos en sus ojos azules y del color del olvido. Y cuántas cosas se arraciman, como un ramo de whisky en esos ojos memorativos que ahora repiten la película sin celuloide, sólo para la ingratitud de los amigos. Y digo ingratitud porque se trata de un esfuerzo de la tristeza, una paletada del amor y otra del dolor, pero nadie ha visto eso, tan confesional, en la mirada de Fernando, que nos ha mirado toda la vida con ironía, como miró a los que no cita y a José García Nieto, gran poeta del garcilasismo franquista y gran maestro de Fernando en ironías y madrileñismos.
Lo que bulle aquí es un grito herido de cuarentañismo, un hombre que eligió la noche para no existir, un bebedor inspirado que mueve docenas de personajes en esta película, aludiendo al pasado con palabras conmovidas y crueles. Porque Fernando hace la masacre de sí mismo junto a la piedad por los otros y el latrocinio de la picardía, pues es el gran pícaro de este protagonismo y de todos los pícaros que festejaban en Madrid, sin saberlo, el cuarentañismo de Franco y otras verdades cínicas que han impedido a Fernando ser un gran personaje europeo, por cautelas del beaterío.
Fernando en su silla es el rey Fernando de todos nosotros y gracias a él Ramón pudo escribir que «Madrid es moro». En esta tarde de invierno el maestro está menos gracioso que otras tardes u otros inviernos. Todos hemos venido a verle no sé por qué, pero siempre hay ocasión para ver a Fernando y ahora es el estreno madrileño de su silla o butaca. Cuando me acerco a saludarle o despedirle, me dice: «Ya sabes que en esta casa se te quiere». Es una invitación a volver.
Lo cual que el cine español se ha salvado a última hora, cuando el jefe ha hecho su obra maestra, esta película que no va a gustar a nadie porque no «salen» en ella, lejos de ver que salen, que salimos todos gracias a la bondad de Fernando, que nos recuerda para insultarnos y repetir que fue un millón de muertos y eso no se ahoga en whisky de la Plaza de la Paja por más que el actor haya descubierto allí el manadero nocturno de su inspiración y su bellísima fealdad. David Trueba y Luis Alegre son los amigos eficaces porque la vida tiene muchos amigos ineficaces, y más quienes contigo van hasta el final de lo que dura una confesión inconfesable.
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