Las cámaras apuntaron toda la noche a Brad Pitt, pero todas las candidaturas de Babel se las fue llevando el viento hasta que llegó la séptima y definitiva: Globo de Oro a la mejor película dramática. Fue entonces cuando Pitt se separó (temporalmente) de Angelina Jolie y se unió al coro de actores y actrices que arroparon al mexicano Alejandro González Iñárritu en el plató del Hilton de Beverly Hills.
«Juro que tengo los papeles en regla», le dijo Iñárritu a Governator Schwarzenegger, que entregó el último premio con muletas. El director de Amores perros lanzó una proclama en inglés por la «universalidad» del cine y de las emociones. En el momento final barrió sin embargo para casa, rompió el muro simbólico de Tijuana a Matamoros y dedicó el premio a sus paisanos Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón.
A Naomi Watts, su musa en 27 gramos, se le atragantó el segundo apellido a la hora de la verdad, pero Alejandro González Iñárritu suena ya a sinónimo de ese Hollywood más o menos políglota, más o menos independiente, que este año ha roto aparentemente la última frontera.
Pese al triunfo del lunes, Babel no las tiene todas consigo para los Oscar. Más que oráculos, los globos se han convertido últimamente en pinchazos: no olvidemos lo que ocurrió hace un año, cuando los cowboys gays de Brokeback Mountain iniciaron en el Hilton su fallida galopada.
En el Kodak Theater, además, Iñárritu se medirá probablemente en desigualdad de condiciones con Clint Eastwood y sus Cartas de Iwo Jima, marginada en los Globos de Oro como mejor película en lengua extranjera (en japonés y con subtítulos). Poco o nada tuvieron que hacer Pedro Almodóvar con Volver o Guillermo del Toro con El laberinto del fauno. A verlas venir se quedó también Mel Gibson en la ininteligible categoría, por ese Apocalypto rodado en lengua maya. Y quien quiera entender que entienda.
Penélope Cruz, de riguroso negro Chanel y sin el griposo Almodóvar, se puso el anillo de la suerte de su abuela. La española puntuó muy alto en la alfombra roja y se ganó un unánime aplauso en la hora de las candidaturas. Pero si había un premio adjudicado de antemano (como posiblemente ocurra en los Oscar) era precisamente el de Helen Mirren, doblemente coronada como reina.
Primero vino el Globo por la serie televisiva Elizabeth I, después el premio a la mejor actriz dramática por La Reina, de Stephen Frears. De azul regio, con noble escote y el pelo esplendorosamente blanco, a la actriz británica sólo le faltó la corona. La última conquista se la dedicó a la auténtica reina Isabel, y fue monarca del comedimiento con el micrófono en los labios: «No tengo nada más que decir que muchas gracias».
Sin voz se quedó el rey Forest Whitaker, mejor actor dramático. Su encarnación del dictador Idi Amin en El último rey de Escocia pesó más que la doble candidatura de Leonardo DiCaprio, que chupó primer plano toda la noche. Y más también que Will Smith, con The Pursuit of happiness, y el veterano Peter O'Toole, que aún tiene posibilidad de redención en los Oscar con Venus.
En el reparto salomónico, Martin Scorsese se desquitó con el Globo al mejor director por Infiltrados, frente a la doble oposición de Clint Eastwood con Banderas de nuestros padres y Cartas de Iwo Jima.
Con tres globos de oro, el musical Dreamgirls ganó posiciones, pero conviene no dejarse engañar por el espejismo creado por la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood, que divide las películas en dos artificiosas categorías: dramas o comedias. Los musicales, aunque sean dramones a lo Sonrisas y lágrimas, encajan siempre en la última tajada, por aquello de no desentonar.
Así se explica el éxito de Dream-girls, donde Beyoncé juega a ser actriz y Jamie Foxx desafina. Las dos notas más altas de la película, vagamente inspirada en las Supremes, son sin duda Eddie Murphy -en su epatante recreación de James Thunder Early- y Jennifer Hudson, portento de voz. Los dos viajaron en globos al mejor actor y actriz de reparto.
«No sabéis lo que este premio ha hecho por mi confianza», dijo la excesiva Jennifer Hudson. «No sabéis lo que este premio ha hecho por mi confianza», replicó Clint Eastwood, de negro y con pajarita blanca. Sacha Baron Cohen, Globo al mejor actor de musical o comedia por Borat, estuvo en un tris de decir lo mismo, pero al final le dio las gracias «a todos los americanos que han decidido no denunciarme hasta ahora». Y también entusiasmado irrumpió en el escenario Hugh Laurie, protagonista de House, para recoger su premio a mejor actor de serie dramática.
Meryl Streep se llevó el premio a la mejor intérprete de comedia (sin música) por El diablo se viste de Prada y fue de las pocas que no alzó el brazo en la hora de la verdad, cuando Tom Hanks repasó la vida y películas del homenajeado de la noche, Warren Beatty, y preguntó sin tapujos: «Que levanten la mano las mujeres que no hayan tenido una relación con él... Y ahora, los hombres».
Cenicienta América
América Ferrera fue la Cenicienta de la noche. Sin ortodoncia ni gafas, radiante en una falda morada que ella misma diseñó, la protagonista de 'Ugly Betty', versión norteamericana de 'Yo soy Betty, la fea', voló por dos veces en globo (mejor comedia televisiva y mejor actriz) y se desmarcó rompiendo una lanza por «la belleza profunda que no se ve» y por su condición de hija de inmigrantes. «¡Te quiero, mami!», fue su sonora despedida, en español, tras el primer premio que le llegó como caído del cielo.
«La fealdad es la nueva belleza», proclamaban los carteles publicitarios en inglés de la serie. «Tan fea, que la hicimos en inglés», replicaban los anuncios en español. El caso es que 'Ugly Betty' se convirtió en la sensación del año, y Ferrera, en el nuevo y orondo rostro latino. Que rabien Jennifer Lopez y Jessica Alba.
El nombre de Ferrera despegó con 'Las mujeres reales tienen curvas', posible gracias al empeño de Salma Hayek, productora, impulsora y madrina de la serie.