Como los grandes, se hizo esperar -llegó 50 minutos tarde-. Y, como los grandes, engatusó a todo el mundo con su disculpa: «La gente que llega tarde siempre lo hace por motivosss e-ró-ti-cosss», dijo, convirtiendo un vulgar retraso aéreo en algo mucho más interesante.
Fernando Arrabal levantó ayer el telón de sí mismo, en la sala Itaca de Madrid, entregado a la confusión tan del Grupo Pánico que fundó, allá por 1963, con Topor y Jodorowski. Arrabal venía a Madrid a presentar un nuevo montaje de su obra El arquitecto y el emperador de Asiria... Pero el espectáculo, en definitiva, fue él, o si acaso su personaje.
Comenzó atribulado: le empezó a sonar el móvil, tardó dos minutos en darse cuenta de que era el suyo, y al fin musitó: «Pero, ¿porrrrr qué me han dado una cosa así?». Luego evocó su querida Ciudad Rodrigo -«donde aprendí a leer, a escribir y a quererrrr»-; más tarde recordó su paso por la «cárrrrcel» tras cagarse «en Dios, en la patria y en todo lo demás» durante el franquismo...
Y soltó una retahíla de frases -«la inteligencia es el arte de servirse de la memoria», «el amor está reñido con la libertad»-, y razonó que «hoy nos visita la imaginación, pero no la fantasía» y, en definitiva, se rió de todo y todos, empezando por sí mismo.
Esta vez no salieron a colación sus queridas y habituales langostas metálicas, pero Arrabal fue de nuevo genio y figura «vestido de artista», como él mismo dijo. Un muy feliz niño de 75 años.
Arrabal escribió El arquitecto y el emperador de Asiria en 1964, aunque la obra no pudo llegar a España hasta 1976, después de la muerte del dictador, por iniciativa de Adolfo Marsillach. Pero el autor, curiosamente, no pudo asistir a la puesta de largo de su criatura en su país: Arrabal era, en esos meses de embrionaria transición, «uno de los cinco españoles que no podía entrar en España», dijo ayer, «¡y los otros eran Líster, Carrillo y la Pasionaria!», remató (y faltaba uno).
El texto, que contrapone conservadurismo e imaginación (encarnados por el emperador y el arquitecto respectivamente), es uno de los fundamentales en la obra de Arrabal, quien a su vez es uno de los dramaturgos vivos más representados del mundo... Pero, a su pesar, no profeta en su tierra: «En España soy un poquitín famoso, pero completamente desconocido», dijo ayer antes de recordar que de su Carta a Stalin se vendieron en su día 300 ejemplares. «España no lee mis libros, con lo que todo lo que digo es inédito», señaló.
Arrabal se deshizo en elogios además para con el montaje que estará dos semanas a partir de hoy en la pequeña pero coqueta sala Itaca (calle de Canarias, 41), dirigida por Joan Frank Charansonnet e interpretada por él mismo y Patricia Bargalló: «Lo he visto de todas las maneras, Laurence Olivier lo hizo en el National Theater, un teatro muy parecido a éste, con una tramoya enorme... Pero cuando vi esta versión lloré a moco tendido: era como yo siempre la había imaginado», dijo el autor.
El montaje explota con un «minimalismo naif» la vena alucinada y patafísica de Arrabal para, según Charansonnet, «mostrar todas las moralidades que suelen impregnar sus textos: hay momentos en que, entre el público, una persona llora, otra ríe, otra no se entera de nada y una última sonríe».
Los periodistas intentaron por todas las vías que Arrabal explicara de qué va El arquitecto y el emperador de Asiria, pero no hubo manera: «Estamos en una época renacentista», comenzó otro de sus soliloquios, «en que la poesía, el teatro y el arte no pueden competir con otras formas más banales y vulgares, pero no nos debemos quejar: la TV e internet seguro que tienen su encanto. Hace poco escribí una carta al New York Times para contestar un texto de [John] Updike, que por cierto en inglés significa 'arriba las lesbianas', quien criticaba los blogs... Pero ya Platón decía: 'Los griegos son como niños, sólo pendientes de lo nuevo'. Yo tengo la esperanza de tener tiempo un día para comprar una TV, y juzgarla» (...).
Entretanto, anunció que un día escribirá una obra sobre un misterioso encuentro que narró ayer así: «Stalin recibía siempre a escritores y terminaba diciendo lo mismo: 'Estoy muy honrado de recibir a este intelectual comprometido con la revolución...'. Pero con Wittgenstein, mi maesssssstro, se encerró una semana. ¿Qué pasó ahí? Lo escribiré», aseguró.
¿Y Dios?, le preguntó alguien. «Dios quiere ser justo, por eso hizo morir a Cervantes y Shakespeare el mismo día... Pero luego es confuso, por eso hubo varios días de diferencia: ¡uno murió por el calendario anglicano, el otro por el gregoriano...! Dios quiere ser justo, pero es todo confusión. Yo le rezo, blasfemando, todas las noches».