EMMA RODRIGUEZ
MADRID.-
Una especie de mapa de metro en el que las estaciones de partida y llegada son los títulos de distintos relatos sirve de portada al nuevo libro de Juan Bonilla, Basado en hechos reales, donde el escritor hace una selección de los cuentos que jalonan su trayectoria.
Como atractivo para el lector, el epílogo que acompaña al conjunto, una reflexión del instante en el que surgió cada pieza, del chispazo o la anécdota que le llevó a levantar cada una de las ficciones. En un momento, Bonilla llega a decir que no recuerda absolutamente nada de una de sus creaciones; en otro, afirma: «Desde entonces me pregunto a cuál de las diversas criaturas que me habitan se le ocurrió este cuento».
Hay un cierto sarcasmo en el tono que el autor considera inevitable para resultar sincero, para contar «los hechos fugitivos» de los que partieron unos cuentos que se convierten en criaturas ajenas a los mismos.
«Quería mostrar algunas costuras de las historias, y que la impresión resultante fuera una especie de mitificación de la experiencia de escribir, es decir, de cómo a partir de anécdotas pequeñas, ocurrencias, alianzas de historias contadas por amigos, uno trataba de construir un artefacto narrativo. En realidad, un canto a la alquimia, por decirlo con énfasis».
En Basado en hechos reales (Berenice), Bonilla reúne piezas de sus principales libros de relatos: El que apaga la luz, La compañía de los solitarios, El estadio de mármol y La noche del Skylab, entregas en las que ha demostrado su habilidad en la distancia corta hasta el punto de que algunos críticos valoran sus cuentos por encima de sus novelas o poemas. «Me encojo de hombros, son exámenes que hacen los demás y que tienden a la generalización».
Hay muchos cauces en esta entrega que atrapa todas sus obsesiones, pero en el fondo se percibe un fuerte deseo de hurgar en las fronteras entre la realidad y la ficción: las múltiples biografías del escritor, la traslación de la experiencia al relato, cuya naturaleza acaba transformándola...
Sin embargo, Bonilla considera que entre lo vivido y lo escrito no hay «confusión posible, a no ser que se cometa el error inmenso y peligroso de considerar que literatura y vida son enemigos o antónimos».
|