CARLOS TORO
Los jugadores, vestidos con sus harapos de diseño, salían a toda prisa del restaurante donde habían celebrado una comida de fraternidad. Habían faltado todos los hermanos brasileños (menos Roberto Carlos, quizás porque andaba con muletas). Sus rostros, casi demudados, expresaban una seriedad extrema. Algo gravísimo había ocurrido para que, esquivando a la prensa y a los curiosos, se dirigieran a toda prisa hacia sus cochazos, que no cabían en la calle (alguno casi ni cabía en la grúa que se lo llevaba por obstruir tranquilamente el tráfico). Quizás se mostraban muy afectados por el duro enfrentamiento Rajoy-Zapatero en el Congreso, lo que no auguraba nada bueno para el sosiego político y ciudadano del país...
Nada de eso. El asunto era infinitamente más grave. Su presidente, Calderón, no Zapatero, había llamado a Guti «promesa de 31 años». Y «medio actor de Hollywood» a Beckham. Y se había lamentado de la poca cultura de los jugadores (o, al menos, de la mayoría). Y había hecho público el sueldo de Casillas, contraponiéndolo al mucho más modesto de Diego López.
A Calderón le podrán crecer los enanos, las deudas, los problemas y los enemigos, pero no la nariz. Tiene toda la razón. Pero debería habérsela callado, o reservado para los postres de una cena familiar en una festividad señalada. Desde su ascenso ¿provisional? a la presidencia, ha mostrado una considerable incontinencia verbal de diverso tipo, resumida en un cóctel de triunfalismo y demagogia que no se entiende muy bien sin aceptar que el trono madridista transforma para mal a quien lo ocupa. Ahora su imprudencia ha sido de orden doméstico y de una puerilidad asombrosa en un hombre maduro y un abogado experto. Un error y una torpeza. Tal vez un pecado, pero no un crimen. Sin embargo, tranquilo todo el mundo. Dentro de unos días, con la Copa de hoy y la Liga del domingo, este asunto carecerá de importancia, sobre todo para los jugadores, que siempre van a lo suyo y tienen la memoria frágil de los jóvenes felices.
Calderón, arrepentido y escarmentado, podría citar en voz baja a Quevedo: «¿Nunca se ha de decir lo que se siente?» Lo que de verdad debe temer el presidente es, el día 29, la decisión judicial respecto a los votos por correo. Puede que entonces se vea impelido a citar de nuevo amargamente al genial don Francisco: «Cualquier instante de esta vida humana es un nuevo argumento que me advierte cuán frágil es, cuán mísera y cuán vana».
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