Jueves, 18 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6241.
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ENTRADA / DE ARTISTAS
Verónica Forqué, piel de camaleón
Pedro Víllora

Si no fuese una mujer tan inteligente, tal vez sería hoy una actriz encasillada. Otra quizá se habría visto dominada por sus características físicas, repitiendo papeles donde estas peculiaridades fuesen especialmente eficaces. El peligro de la vis cómica es erigirse en el principal efectivo de un intérprete, desplazando sus otros méritos. En Verónica Forqué, ese don de doble filo es su voz, que podría haberla conducido a ser la nueva Gracita Morales o una rediviva Isabel Garcés. ¡Cuántas tías bonachonas, amigas confidentes o criadas socarronas se vislumbraban en el ya imposible futuro de Verónica!

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Porque su voz, adorablemente cantarina, parecía hecha para el juego: un recuerdo infantil, una invitación a recuperar la ingenuidad, el escarceo de un primer beso inocente... Su voz y su talento son admirables, pero aún más sus decisiones, su voluntad de dar la espalda al tópico de la vecinita de enfrente. Es verdad que en televisión se repiten algunas comedias costumbristas. Eso, en todo caso, es problema de un medio que no da para más. Y aun así podemos encontrarla en joyas como Ramón y Cajal o El jardín de Venus, de un lúcido José María Forqué, quién, además, es su padre. Pero quizá sea en el teatro donde podemos calibrar mejor el tino de su carrera, sin olvidar que en el cine ha dejado una marca definitiva: de los cuatro primeros premios Goya de interpretación femenina, tres fueron para ella.

El teatro: Nuria Espert la sacó de la RESAD para hacer Divinas palabras, y José Luis Alonso la quiso como la introvertida hermana de Tennessee Williams en El zoo de cristal. Más cercano es Las sillas de Ionesco, con José Luis Gómez en La Abadía, y sus tres colaboraciones seguidas con ese clásico vivo que es Miguel Narros: Titania, la reina de las hadas de El sueño de una noche de verano, donde era pizpireta, perversa, risueña, sensual y mágica. Ese trasunto de un Lorca homosexual cuyo no escogido celibato lo convierte en objeto de mofa y befa: feliz, expectante y finalmente tortuosa y torturada Doña Rosita la soltera. Y ahora ¡Ay, Carmela!

Han pasado 20 años desde que Verónica Forqué estrenase el texto de un autor ya maduro y prestigioso, pero aún no popular, llamado José Sanchis Sinisterra. Era 1987 y la acompañaba y dirigía José Luis Gómez. Fue una de esas obras que han hecho época, en buena medida porque esa valiente cómica de segunda era encarnada por alguien como Verónica, que sabe dotar de respeto y dignidad a los seres patéticos. Verla ahora nuevamente es, para Sanchis, un regalo insólito del destino. Para sus seguidores es otro estímulo de placer enriquecido por el sentido ceremonial de Narros y por la humanidad desbordante, afectuosa y entusiasta de Santiago Ramos. En aquel Diccionario del cine español que dirigió José Luis Borau se incluyen unas palabras de su padre: «Es muy versátil y tiene piel de camaleón, con gran sentido popular y facilidad para la parodia». Cierto.

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