Si Fausto vendió su alma al diablo por acceder a la sabiduría y Dorian Gray, en la más esteta fórmula de Wilde del tema, la entregó para conservar la belleza, el protagonista de El corazón del ángel, la película realizada en 1987 por Alan Parker, tenía un objetivo intermedio mucho más comprensible para el común de los mortales, precisamente por comunes y por mortales: salvar la vida.
Aunque sea protagonizada por Harry Angel, el detective que indaga en una serie de crímenes para acabar descubriendo que son su propia huida hacia delante evitando descubrir quién es, qué fue capaz de hacer y cuál es el precio de sus actos, planea sobre todo el metraje, de desarrollo poco comercial y final efectista, una figura mucho más central por su simbolismo, como es la del diablo. De todos los ángeles caídos se hace aquí uso de uno de los más sincréticos, Lucifer, adoptado incluso como deidad dentro de los rituales vuduistas y, por tanto, apto para tender un puente entre los lenguajes religiosos y plantearse el tema más allá de la ortodoxia.
Porque la trama detectivesca permite hacer cine de masas de una seria reflexión que, sin tal vestido cinematográfico, resulta difícilmente digerible; y es la pregunta en torno al valor que concedemos a lo que poseemos, y cuánto de lo que tenemos estaríamos dispuestos a ceder a cambio de lo que deseamos. El mecanismo se plantea casi en clave de supervivencia, por lo que podría aplicarse la figura jurídica del estado de necesidad y, como en la conocida situación de la balsa de la medusa, justificar la muerte del otro para evitar la propia. Sin embargo, hay algo más: Harry acepta no tener alma a cambio de vivir, sin preguntarse siquiera si el alma existe, pensando en la estructura perecedera que compra como el único dato contrastable. Y pierde.
Tal vez podría aducirse que sólo pierde en la cabeza de un creyente.Pero es que no existe el filme si no es en la cabeza del que cree. Algunos, reacios a llamar creencia a su decidida apuesta por la vida, a su encomiable lucha sin cuartel por vivir de acuerdo con un código ético, a la pasión amorosa con la que expresan su existencia y sus convicciones, dirán que eso es posible, pero ¿cómo aceptar el cambio de vida por alma, si el alma no existe? El alma es solamente el símbolo del precio de nuestra renuncia, y la renuncia llena de vacío, de hielo y de indiferencia la vida del protagonista. Al final se da cuenta de que pretendiendo comprar vida sólo ha comprado muerte. Y desciende.
Así que el ascensor es otro símbolo. La bajada al infierno puede producirse de mil modos. El remordimiento o la pena son mayor muerte que las hogueras con las que a los niños de otras épocas se les amenazaba, hablándoles erróneamente de que donde habita el diablo hace calor. No es cierto. Como nos recuerda Dante, en el último y más degradado círculo de la condición humana cabe todo menos el calor. Helor constante, como el de los muertos.No sé si el alma pesa, pero estoy convencida de que arde. Tanto como para que el supremo hielo, el Lou-Cyfer que Parker extrae del Fallen Angel, de William Hjörstberg, la persiga en Harry hasta llevársela. Si ese calor le sirviera, si cupiese la redención del diablo, se paralizaría el motor que hace posible creer en la libertad. Suelen así este tipo de películas tener un final indeterminado. O infames secuelas.