DAVID GISTAU
Tim Robbins, el que se quedó mirando al alcalde de Madrid como si viniera a pegarle un sablazo o a enseñarle el vídeo de las vacaciones, tiene uno de esos prestigios intelectuales que guardan proporción con las veces que se insulta a Bush. Se pasa por la rueda de prensa, pone a parir al tarado oval, y hala, la gente de progreso le mueve el pompón como las animadoras del básquet y se vuelve a casa solazada por las palabras del profeta: podéis ir en paz. No es de extrañar que no salude a cualquiera, porque una foto a su lado viene a ser como una credencial del exquisito club del compromiso, y el hombre se reserva el derecho de admisión. Se lo negó a Gallardón, cuya mano tendida, la que Tim dudó en estrechar como si no se la hubiera lavado después de mear, suplicaba ser rescatado del «cordón sanitario» que separa a los ciudadanos de bien de los vampiros góticos.
Por supuesto, nuestra gente de progreso no ha ahorrado en chuflas para reírse del chasco de Gallardón. Ni tampoco ha desaprovechado a efectos propagandísticos la complicidad con las causas propias de un famoso que se indigna en inglés, nada menos que una estrella ilustrada de Hollywood: puestos a presentar abajofirmantes como garantía, Tim Robbins cunde mucho más que Pepe Sacristán, dónde va a parar. Sin embargo, poco se ha comentado de la verdadera lección que, más allá de las cortesías obligadas o no, ha dado el comportamiento de Tim Robbins. Quien, aunque tenga una alergia especial a los políticos «de derechas» porque son los que no encajan con su visión del mundo, asegura no dejarse fotografiar junto a ninguno. No consentir que ninguno le utilice. Probablemente porque prefiere fiar su carrera al talento y al criterio del mercado y mantenerla limpia de intrusiones políticas, siempre independiente a pesar de los atajos que se abren a quien sucumbe a la tentación de convertirse en artista orgánico.
Demasiada audacia es ésa para lo que se estila aquí. Donde la coartada del proteccionismo, de la excepción, sirve para sustentar una cultura oficial de mantenidos, ajena al talento y a los criterios del mercado, en la que encuentran refugio aquellos artistas que se dejan fotografiar junto al político adecuado o detrás de la pancarta asumida como correcta. Que es, como diría la intelectuala independiente Rosa Regàs, la que nada debe al Estado, «cualquiera que no beneficie al PP». Habrá que atribuirlo a la vigencia, en estado residual, del espíritu impuesto por la tradición totalitaria española. Pero aquí ocurre, y los pancarteros redivivos lo demuestran, que el artista aún busca la protección del alineamiento, la intervención en política que no se debe tanto a una exigencia moral como a la remuneración por parte del papá Estado. De esto, pocos han sabido aprovecharse como 'Zetapé', aunque ese contrato fáustico lo proponga cualquier político.
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