Sábado, 20 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6243.
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DIARIO LIBRE
El Chinolope, un ojo sabio que todo lo ve
RAUL RIVERO

Todo lo que ha pasado en La Habana en los últimos 50 años ha sido recogido por la cámara lúcida del fotógrafo Fernando López Junqué, un artista al que no le falta un vaso de ron en cada mesa

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Martes

El Chinolope de La Habana

Dice Eduardo Galeano que Fernando López Junqué retrató la muerte en Nueva York. Fue el día en que asesinaron en una barbería al gánster Joe Anastasia. Minutos antes de la ráfaga, López Junqué, un adolescente cubano que se buscaba la vida como fotógrafo ambulante en la Gran Manzana, entró al establecimiento con su cámara de cajón. Cuando se formó la balacera, el tipo enfocó al barbero. El hombre tenía la muerte en la cara.

Le pagaron un dineral por aquella foto y, desde entonces, no suelta el aparato y ha fotografiado a toda Cuba y a media América. Ya no es Fernando el artista de esa carrera delirante y trascendental, es un señor de baja estatura, flaco, de ojos oscuros, en cuyas venas bogan en una chalana elemental gente de Africa, de Asia y de España.

El que ha vivido esa aventura de búsqueda y captura de miles de momentos y de rostros, de piezas enormes de los ingenios que hacen el azúcar y de la gente que puebla la madrugada, los cementerios y los solares, firma sus fotos con este letrero caprichoso: Chinolope.

El artista, que ha vivido al mismo tiempo como tres vidas, suele ser el protagonista de episodios insólitos en el llamado mundo de la cultura. Ese anecdotario desvía a veces la atención de la importancia de su trabajo, pero lo reafirma como un bohemio irreverente y cálido, dueño de un vaso de ron en cada mesa, un personaje que saluda a sus amigos con esta frase entre festiva y ambigua: «Dime algo, genio».

Amigo de parrandas literarias de José Lezama Lima y de Julio Cortázar, retratista exclusivo de Wifredo Lam y de Roque Dalton, Chinolope ha fotografiado también a los grandes músicos y cantantes de las últimas generaciones, al legendario Caballero de París, el mendigo más querido y respetado del país, y ha publicado varios libros capitales.

Pienso que algunos, para bajarlo de un pedestal para el que nunca Chinolope ha pedido escaleras, cuentan que una noche, sobre las doce, tocó a la puerta de un pintor amigo que salió como pudo de una pesadilla tropical. Le pidió a su anfitrión un cortauñas y se hizo una rápida manicura -lima incluida- para despedirse enseguida con unas frases corteses y las buenas noches.

Otra historia lo sitúa de visita en una casa en medio de una reunión de amigos al atardecer. La leyenda urbana se extiende y narra que Chinolope pidió permiso para pasar al baño. Los dueños le señalaron el sitio y el fotógrafo entró. Se demoró unos 15 minutos y el ruido del agua de la ducha se mezcló con la música del tocadiscos. Después entreabrió la puerta y dijo hacia el infinito: «Oye, ya terminé, dile ahí me traigan una toalla limpia».

Yo respeto más que nada su obra. Disfruté de su compañía mientras viví en Cuba y nunca llegué a contar que una vez le mandaron conmigo, desde Sudamérica, unos zapatos verdes, de fieltro, altos, unos botines cerrados, que el Chino le había pedido a un amigo por su conveniencia para las temperaturas del Caribe.

Un amigo me aseguró que había varios escritores que se dedicaban a inventar pequeñas historias sobre Chinolope. Así, razonaban los autores enmascarados, crece el mito sobre el artista. Lo que pasa es que él, colaborador de Time, Life, Paris/Match y de las más importantes publicaciones de su país y de otras naciones americanas, no necesita de esos talentos para afianzarse en la cultura de su país.

Falsas o ciertas, esas historias (y otras) corren y la imaginación hace que se entren a veces en vericuetos extravagantes.

Para su amigo y maestro José Lezama Lima, Chinolope tusaba una cámara que era un fulgurante ojo de buey. Dijo que el fotógrafo era una suma de paradojas, un juglar que exhuma sin abrumarnos el patronímico Lope.

«Chinolope», escribió el autor de Paradiso, «tiene como la temperatura de la permanencia de las situaciones, es también un amuleto para el azar concurrente y un ojo que penetra como una gota que devuelve, como un espejo universal».

Jueves

Lejanía de Romero

Ahora no sé si lo vi un día en la redacción de la mítica revista Bohemia, si me lo contaron o lo leí en una crónica o en un libro. El asunto es que vivo con el recuerdo de un individuo silencioso y sencillo, discreto y fino que ponía al pie de sus versos su incierto nombre de testigo omnipresente y un apellido aromático y azul: Elvio Romero.

Así, transparente, discreto, lo recuerdan sus amigos de América y de España, sus compañeros de militancia política y los lectores de varias generaciones. Todos convencidos de que este hombre ha sido el poeta más importante de la historia literaria de su país, Paraguay.

Se le tiene por un trasterrado profesional, una víctima de los dictadores y de la intolerancia que, nacido en Yegros, en 1926, después de una estadía de contactos y formación en Asunción, se tuvo que exiliar a Argentina a los 21 años. En Buenos Aires debió esperar a que Alfredo Stroessner saliera como un volador de a peso para Brasil, para poder escuchar otra vez en directo el arrullo del guaraní.

Esos años en la capital argentina lo unieron a muchos de los importantes escritores de su tiempo. Romero fue un fanático de la amistad y un cultor esmerado de muchas fidelidades, mientras levantaba una obra comprometida nupcialmente con sus ideas políticas, con la cultura de su tierra y con otros temas obligados de la poesía como la contienda íntima entre la sombra y la luz y el amor total.

Algunos de sus cuates y compinches, contertulios de los cafés porteños, le dedicaron párrafos, poemas, suaves esquelas de cariño y afecto, que solían acompañar las ediciones preciosas que le hizo Losada y algunas más modestas y baratas.

Así es que Rafael Alberti lo acusaba en un poema de saber más de la muerte que de la vida, Gabriela Mistral juraba por Chile que sentía la tierra como acostada sobre un libro y Miguel Angel Asturias escribió esto: «Poesía invadida llamo yo a esta poesía, poesía invadida por la vida, por el juego y por el fuego de la vida».

En ese proceso involuntario de canonización de Romero falta todavía Pablo Neruda. El navegante solitario de la Isla Negra dijo que la del paraguayo era una poesía llena de fuerza y follaje.

Desde aquellas regiones, Elvio Romero tenía la mirada fija en la vida y la muerte del poeta Miguel Hernández. El único libro en prosa que escribió el sudamericano es una de las primeras (¿la primera?) biografía del poeta español. La publicó también Losada, en 1958, bajo el título de Miguel Hernández, destino y poesía.

Entre sus más importantes libros de poesía aparecen estos títulos: Días roturados, Un relámpago herido, Los innombrables, Destierro y atardeceres, El viejo fuego, Flechas en un arco tendido, El poeta y sus encrucijada y Contra la vida quieta.

Hay que leerlo porque Romero hace una poesía que, libro a libro, sin abandonar sus propuesta sociales, se hace más sosegada y se rodea de pequeños oasis privados con un lenguaje de altura y de mucha riqueza.

En mayo de 2004, cuando era entonces embajador del Paraguay en Argentina, se murió Elvio Romero. Él había escrito estos tres versos de amor: «Por esto, por nosotros/ por asir esa luna de carbón desdichado/ que se nos sube a veces por la noche a los ojos».

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