RUBÉN AMON
Fabien Barthez no se había retirado del fútbol. El fútbol le había retirado como una víctima expiatoria del trauma berlinés. No detuvo ninguno de los penaltis italianos. Tampoco pudo prevenir el cabezazo de Materazzi a la red ni darle un sentido patriótico ni visceral al brazalete de capitán. Se lo entregó Zidane antes de marcharse a la caseta. Había otros candidatos sobre el césped -Henry, Vieira, Thuram-, pero Zizou eligió al divino calvo porque Barthez acaudillaba la cuadrilla inconformista y transgresora de los bleus con los derechos patrimoniales de sus proezas deportivas. Ahora también era el depositario de un secreto que las cámaras de televisión violaron en diferido. Nadie mejor que el guardameta francés pudo contemplar la cornada de Zidane al pulcinella italiano. Barthez comprendió entonces que habían perdido el Campeonato del Mundo con la misma patología suicida de sus comunes excentricidades personales.
Sin sitio. Zidane había anunciado la retirada. Barthez, en cambio, se había limitado a concluir su relación contractual con el Olympique de Marsella. Era razonable la contingencia de una oferta profesional. No sólo por sus galones, su personalidad y su extravagante ejecutoria cosmopolita. También porque el finalista de un Campeonato del Mundo, tenga o no 35 años, parece legitimado a acomodarse en un equipo postinero o a exiliarse en las ligas de ultramar -Qatar, Dubai- que embalsaman a las glorias balompédicas con una pátina corrupta de petróleo. Barthez perdió la paciencia junto al teléfono. No hubo un solo equipo francés profesional dispuesto a garantizarle una jubilación digna ni a concederle el derecho de exorcizar la pesadilla berlinesa. «Me sentía capaz de jugar dos años más en plenitud física. No había pensado retirarme. Pero tampoco iba a esperar eternamente que llegara una proposición digna de tenerse en cuenta. La vida existe más allá del fútbol. Yo soy algo más que un portero», decía Barthez el pasado mes de octubre con más resignación que veneno.
El regreso. Las últimas conclusiones palidecen delante del contrato que el mejor guardameta de la historia de Francia acaba de firmar con el Nantes (Primera División). Barthez llevaba seis meses sin jugar al fútbol, aunque el periodo de cuarentena ha servido para reconstruir su memoria y rehabilitar aquella calvicie que Laurent Blanc besaba con la devoción de un ritual propiciatorio. Ya sabemos que los porteros son una estirpe marginal, que no venden camisetas, que entrenan aparte como proscritos, que tienen miedo a los penaltis (es el título de un relato de Peter Handke) y que se desempeñan existencialmente en la soledad, pero el regreso de Barthez demuestra la longevidad de la especie, subraya el verbo corporativo de Dino Zoff («Sólo nosotros podemos llevar el número uno en la espalda») y le rescata del desafío que suponía demostrar si la vida existe más allá del fútbol.
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