RUBEN AMON. Corresponsal
PARIS.-
Cecilia Sarkozy estuvo el pasado domingo en la ceremonia de entronización de su marido, pero no quiso aparecer en el estrado ni se avino a posar en la foto de familia cuando los ministros, los cobistas y los militantes coreaban la Marsellesa al abrigo de la bandera tricolor.
¿Era una prueba de la distancia conyugal? A favor de una hipótesis afirmativa juega el trauma de los adulterios que ambos se reprocharon en el tormentoso curso pasado. Cecilia huyó a Petra con un apuesto publicitario. Sarko vengó su honor en el regazo de una plumilla de Le Figaro sin miedo a redundar en las históricas relaciones de periodistas y presidentes.
Mitterrand y Chirac, por ejemplo, compartieron un amor clandestino con la atractiva columnista del mismo diario. Resulta que la Esfinge la confortaba con su palabra y sus artes de tahúr esotérico, mientras que el líder conservador la cortejó hasta la bulimia con versos alejandrinos. El duelo se decidió poéticamente hacia el lado derecho de la cama, pero el adulterio estuvo a punto de costar el suicidio de la amante y de arruinar la carrera del donjuán cuando desempeñaba en el año 1974 el cargo de primer ministro.
«La pasión no puede conciliarse con el poder. En nombre de Francia y de su porvenir, os pido y os exijo que abandonéis al señor Chirac de inmediato», le dijeron a la periodista ciertas personalidades de relevancia. Son lecciones de la Historia que tienen un valor patrimonial y que forman parte de la estrategia sentimental entre Sarko y Cecilia.
Nadie discute la honestidad y el entusiasmo de la reconciliación entre ambos, pero las aspiraciones del ministro al trono de Francia requerían obligatoriamente una paz conyugal y un marco familiar sereno.
Admitir los errores
De otro modo, Nicolas Sarkozy podía contradecir con su propio ejemplo, a la manera de la poligamia de Mitterrand, la defensa de los valores y la lealtad al catolicismo. No suele recordarse en las biografías oficiales que Sarkozy se divorció de su primera mujer (Marie), aunque resultaría más embarazoso presentarse ante el electorado como un macho despechado que sufraga su honor en la falda de una periodista.
Ahora importa que Cecilia ha vuelto. Y aún más que se haya convertido en la consejera del aspirante al Elíseo desde una posición mimética: la invisible ubicuidad. Fue ella quien ha aconsejado a Sarkozy desprenderse del veneno y de los guiños lepenistas. También le ha recomendado mostrarse humano, admitir públicamente sus errores, matizar el jaleo plebiscitario de su coronación con una expresión que ha desconcertado a los socialistas y que prolonga las expectativas electorales del UMP camino de primavera: «He cambiado», repitió 10 veces el ministro del Interior desde la tribuna de oradores.
Ha cambiado de verbo y de actitud. Incluso ha cambiado de vestuario, como lo demuestra el aspecto de cantautor progre con que Sarkozy se hizo fotografiar en su visita al Mont Saint-Michel el pasado lunes: jersey de cuello alto y aire sobrio.
Sobrio como el montaje escénico que tuvo lugar en la catarsis de la investidura. Así lo había aconsejado también Cecilia para evitar que las fanfarrias y los decibelios distrajeran el enfoque egocéntrico de la ceremonia: importaba la oratoria.
«Cecilia está siempre ahí», podía leerse el jueves en Le Nouvel Observateur. «Es la mujer invisible de la campaña presidencial. Discreta pero muy presente. Hace todo pero no dice nada. Está ahí pero nunca la vemos. Actúa pero permanece en la sombra». De hecho, ha sido ella quien recomienda a Sarko permanecer en el cargo de ministro del Interior hasta agotarse la legislatura.
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