Y llegamos a un sucesivo aniversario de Cela, que cada día es más Camilo José entre nosotros. Procura uno remediarse diseñando lo que era un día de Camilo en Madrid, cuando ya el escritor paraba poco aquí e iba siendo más internacional, que era lo suyo después del Nobel. Me lo preguntó un día llorando, en el comedor del hotel Miguel Angel, donde nos habíamos citado para el almuerzo.
- ¿Y por qué no me dan a mí el Cervantes, pese a todos los otros premios con que me han obsequiado?
Yo, por entonces, no tenía la respuesta, pero hoy tengo múltiples, aunque no voy a trasudar ninguna. Camilo, tras amanecer en el citado hotel, se sentaba en pijama y empezaba a hacer llamadas telefónicas.
- El teléfono es una cosa que estimula mucho para andar en pijama. Y a la inversa, Paco, prueba a ver.
A mí, la llamada de Camilo me llegaba a media mañana y en clave lacónica: «Soy Camilo José Cela. Que se ponga García Nieto».
En sus frecuentes llamadas al poeta, Cela le había reiterado que aquella pared de pandereta era muy pobre, y en seguida se puso a dar patadas a la pandereta, provocando la alarma de toda la casa. A partir de entonces cada visita de Cela tenía la incertidumbre de si el escritor arremetería o no contra el vil ladrillo. Hasta que el prosista y el poeta se iban juntos y en la pared todavía temblaba más pared.
Después de almorzar en un restaurante bueno, con pared o sin, Camilo se iba al hotel a dormir la siesta y Pepe y yo nos íbamos al Gijón. Después de la siesta, yo reconducía a Camilo por todo Madrid como si fuera un provinciano o un turista, cuando era el hombre que había escrito el mejor li- bro sobre Madrid. Le gustaban especialmente las clases medias. Cela había hecho de Madrid un género literario, como Larra hizo un género romántico y Galdós un género realista. Así trabaja el escritor español, viniéndose de su pueblo para contarnos repetidamente ese pueblo, y así sale Madrid.
Cela, por entonces, estaba trabajando en su barroquí- simo libro de las Izas, que es uno de esos libros inelu- dibles y sacrificados. «De cuantas coimas tuve toledanas, de Valencia, Sevilla y otras tierras, izas, rabizas y colipoterras...».
Tampoco olvidaba el maestro un paseo por el Madrid cosmopolita y renaciente de Chicote, toda la Gran Vía, los Carabancheles, el Palace y otras tierras. Era el Madrid de la victoria consa- grada por los catalanes, los premios mal dados y las ilustres fregonas que caían en Cervantes sin conocerle y recordando tan sólo las gárgolas para el muslo, que luego pasó a la media de plexiglás.
Ya tarde, CJC me dejaba dentro de un taxi, en cualquier parte. Teóricamente, hacia mi casa. Pero yo sospeché siempre que él decía irse a leer a la cama, cuando en realidad se iba a otras camas a certificar el día ya muerto. Así nació nuestra amistad, a la sombra de otra amistad más fuerte. La de García Nieto, que eran de la misma generación garcilasista. El maestro volvía a su isla cada vez más Garcilaso, y el próximo número de sus Papeles saldría reventón de sabidurías garcilasistas y medievales. Cada uno de sus viajes lo presidía un poeta.