Domingo, 21 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6244.
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LA RECUPERACION DE UN MAESTRO / La exposición cuenta con 49 pinturas, 13 dibujos y tres esculturas para restituir el inmenso legado del gran creador / Es autor del cuadro más grande de la Historia, 'El paraíso'
Tintoretto, el inquilino de las tinieblas
El Museo del Prado dedica la más completa y amplia retrospectiva en el mundo a uno de los artistas esenciales del Renacimiento italiano, un creador poderoso y controvertido admirado por El Greco, Velázquez y Rubens
ANTONIO LUCAS

MADRID.- A modo de graffiti, en las paredes de su estudio, había grabado un lema con rumores de mantra: «El dibujo de Miguel Angel y el color de Tiziano». Jacopo Robusti, Tintoretto, pasaba el agua de los ojos por esta frase cada mañana en su estudio del barrio de San Marcial de Venecia y desafiaba el Moby Dick de la tela con un hambre desmedida, como si el mundo fuese a reventar esa misma tarde. Giorgio Vasari le hizo el mejor epitafio: «Es el cerebro más terrible que jamás ha tenido la pintura».

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De la vida de Tintoretto se sabe poco, o exactamente lo justo. Nació en 1518 en Venecia, hijo de un tintorero. Fue un discípulo difícil de Tiziano, tan extraño que hay crónicas que aseguran que no duró en el taller del viejo maestro más que una semana. Incluso otros señalan que la relación de pupilaje no pasó de 24 horas.

Dicen que Tiziano advirtió el furor desafiante del joven aprendiz de pintor y lo despachó antes de que el delfín desarrollase colmillos de tiburón en sus dominios. Pero esto no desfondó a Tintoretto, capaz de hacer de la noche un faisán. Pronto se hizo hueco en el pequeño altar en marcha de los maestros de la pintura en la ciudad. Asimiló e hizo propias las técnicas de manera autodidacta, buceó hasta controlar las formas del Renacimiento, decidió que había que cambiarlas y llegó a ser uno de los pintores más profundos de su tiempo.

Los encargos tardaron en llegar, pero Tintoretto iba haciendo de su desgarro un oficio, de su trazo un sentimiento. Era el que mejor pintó aquello que no se ve, donde reside la magia del arte.

Encabezaba junto a Tiziano y Veronés la Escuela de Venecia. Su pintura de madurez adelanta un barroquismo que aún está por venir. Viene tocada por el furor en la representación de las figuras, por la exuberancia del color, por la capacidad escenográfica de su obra. Se le reconoció al fin el talento y la fuerza, pero el tiempo le ha sido ingrato y sin caer en el olvido ha quedado en el limbo.

La última gran muestra sobre Tintoretto se realizó en 1937, en el Palazzo Pessaro de Venecia. Desde entonces, ha habitado la galería central de las grandes pinacotecas de arte antiguo como aguardando esta necesaria puesta al día que ahora propone El Prado, sugerida y ejecutada por Miguel Falomir, jefe del Departamento de Pintura Italiana de la institución, en labores de comisario.

Será una gran retrospectiva, quizá irrepetible, que se abrirá el próximo día 29. El título es directo, sin volutas: Tintoretto. Y hasta el próximo 13 de mayo reúne 49 pinturas, 13 dibujos y tres esculturas. «Hemos articulado la exposición con un sentido cronológico. El objetivo es, además de recuperar su legado, dar a conocer su amplitud de registros y su entrega a todos los géneros, centrándonos en su aspecto de pintor narrativo religioso, donde alcanzó sus mayores logros», afirma Falomir.

Tintoretto sabía lo que había que hacer y, aún mejor, lo que no hay que hacer. Pintaba con desenfreno, de algún modo atormentado, dejando una obra tan intensa como en ocasiones irregular. Trabajó en las telas más grandes de su época. Kilómetros de pintura que llegaron a su máxima expresión en las obras que decoran la Escuela Grande de San Rocco, donde realizó, entre 1564 y 1588, 67 grandes cuadros con afán de epatar a la Capilla Sixtina.

Su pincelada es febril, pero también esencial. Y tiene el efecto de una lúcida embriaguez. Era despiadado cuando se marcaba un objetivo. Incluso le acusaron de competencia desleal. «Usaba unas técnicas muy agresivas para conseguir que sus obras colgasen en los lugares de referencia», explica el comisario. Reventaba el mercado a la baja y en numerosas ocasiones trabajó sólo por el precio de los materiales, lo que desataba el odio del viejo y cotizado Tiziano, al que coleccionaban los reyes y los nobles como si le rezaran.

Dicen que todos los canales de Venecia llevan a Tintoretto. Su obra se despliega por la iglesia de Santa Maria dell'Orto -donde fue enterrado en 1594-, para la que realizó El juicio Final (un desafío a Miguel Angel) y La adoración del becerro de oro (cada una de ellas de más de 14 metros). También en San Giorgio Maggiore, que alberga su último trabajo, La deposición del cuerpo de Cristo. Sus huellas se perpetúan además en la Galería de la Academia y en el Palacio Ducal, donde se conserva El paraíso, el mayor cuadro realizado jamás, de siete metros de altura por 22 de longitud.

Algunos de estos templos han prestado obras al Prado. «Hemos logrado traer lo mejor de su obra que aún hoy se puede prestar», anuncia Falomir. Tintoretto entra definitivamente en el claustro feroz de su propia mitología, con sus figuras en tensión, con la «paleta en el cielo» y «el pincel en el infierno», por donde llueve la luz.


La obsesión por la gloria

De los tres artistas que dieron cuerpo y sentido a la Escuela de Venecia, Tintoretto fue, sin duda, el más veneciano. Tan sólo abandonó la ciudad en dos ocasiones: por un viaje a Padua y otro a Mantua. El resto de su vida estuvo guardando sitio en la ciudad.

Desde los 20 años quiso que su nombre fuese cosido al panteón de la pintura, y se volcó en este propósito durante toda su vida con ese celo que gastan los hombres rudos a la conquista de algo. Nada le importaba más que pintar. Su obsesión era 'tapizar' Venecia con las telas que salían de su mano furiosa, de su mano en penumbra. Sabía, como apuntó Tiziano, que la única manera de llegar a algo era buscando un camino propio. Y aplicó esta máxima de vida no sólo pintando hasta la fatiga, sino haciéndose hueco con los codos desplegados, con los espolones en punta de su genio.

El mundo era el desafío de una conquista. Jugó todas las bazas posibles para instalarse en las mejores colecciones del momento. Tenía alma de tahúr. Cuentan que su carácter era una aguilera de humores contrarios.

Buscaba en la obra de Miguel Angel, como un alquimista, el prodigio de la perfección. En su estudio colgaba figuras de cera y copias del divino escultor para estudiar desde todas las perspectivas posibles el cuerpo humano, así hasta que la llama de la vela se acostaba exhausta en el metal de una palmatoria. Le fascinaban los juegos de luz, como pasa con los hombres que viven en el corazón de las tinieblas.

En sus cuadros dejó un rastro colérico de cuerpos que se cruzan, de gente que escapa, de dioses de fuerza terrenal. Quiso con la orgía perpetua de su pintura 'entrar' en la corte de Felipe II, fría y oscura de lutos. No tenía vocación de rico, como Tiziano. Pasaba de los reales de vellón. Sólo quería dejar huella en cada esquina del mundo que importaba, en cada palacio. Triunfar. Nada le atemorizaba más que quedarse en la cuneta de la gloria. No tuvo amigos en el proceloso mundo del arte. Prefería a la gente de los gremios, con los que conspiraba. Es posible imaginarlo, entre las brumas de la Serenísima, rugiendo, pintando, pidiendo paso en el Olimpo. Era, como dijo Sartre, el cautivo de Venecia.

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