La pintura de Jacopo Robusti, conocido como el Tintoretto, está tan ligada a la ciudad de Venecia que no resulta demasiado raro que se tardara tanto tiempo en organizar una gran exposición lejos de ella, como la que se va a colgar ahora en el Museo del Prado. Se pretende pagar así una deuda antigua con este artista, tan fascinante como misterioso, al que no se mostraba reunido desde la ya lejana exposición de 1937 en Venecia.
Estamos ante un acontecimiento cultural de primer orden, que clarifica y continúa con una voluntad cosmopolita, que va definiendo el papel de los grandes museos como espacios abiertos a la relectura de los clásicos y a la extensión masiva de su conocimiento. Traer al Tintoretto a Madrid es una verdadera aventura, que permitirá una mirada nueva, una lectura actual que va mucho más allá de las técnicas propiamene pictóricas, que debatirán en un congreso los especialistas. Me refiero a una reflexión posible sobre el hecho mismo de la pintura.
En primer lugar, la concepción narrativa y escenográfica del cuadro, el corte diríamos en cine y en fotografía, sirven perfectamente para el relato de algo más que la mera escena, un poco movida quizá, que el espectador de la época conoce de antemano, que en realidad le ha sido encargado.
Extraordinaria es la arquitectura feérica de un cuadro que me interesa mucho: el descubrimiento del cadáver de San Marcos, asesinado durante su apostolado en Alejandría.
Son también esas escenas bíblicas, del viejo y del nuevo Testamento, y las historias mitológicas, en las que conocemos bien el relato, pero que de pronto notamos que algo ha cambiado, como si, gracias a su particular maniera, nos contara lo que a los personajes del drama les está ocurriendo por dentro. Esa capacidad de narrar lo oculto, de expresar los sentimientos y las pasiones además de los hechos -se lo llamó El Atormentado y Sartre dijo de él que era como si «Tiziano se hubiera vuelto loco»- tendrá su estela en los pintores simbolistas, decadentes y prerrafaelitas, en la escuela romántica.
La lectura moderna descubriría también el protagonismo de ciertos paisajes, cielos rotos, luces tormentosas, las que más tarde se abrirán en los románticos y, sea intencional o no, logran los mismos efectos en el espectador: esa simpatía con las pasiones de los actores del cuadro.
Y el dibujo, tan heredero del de Miguel Angel, y la composición, que, sobre todo en algunos temas mitológicos en los que el artista se sentía más libre que en otros encargos, plantean un ritmo que uno diría plenamente moderno: pienso en Ariadna, Venus y Baco, o en La danza, que prefigura casi directamente la célebre danza azul de Matisse. Es el secreto de los manieristas, extrapolando el concepto de manierismo de la escuela veneciana a que Tintoretto perteneció a esa concepción del mundo que representan luces y sombras del barroco, escritores escindidos como Shakespeare o Cervantes.
Uno podría imaginar al autor del Quijote, y quizá a su estrictamente contemporáneo, el Greco, visitando Venecia en aquel viaje a Italia, y atisbando la figura ya envejecida de Giaccomo -la que nos da en su último autorretrato- y contemplando, todavía casi frescas, las pinturas recogidas en esos ámbitos oscuros a los que la devoción veneciana nos llevó alguna vez. Y encontraría ese hermano gemelo, igual que el Greco encontraría gestos y colores a su manera. Porque esa manera eminentemente dramática de dejar clara la apariencia para convocar la realidad, la esencialidad y esa desconfianza de lo real que podemos ver en los efectos de Tintoretto, en sus imposibles figuras, son los mismos que en palabras dan dramatismo y fuerza a las mejores historias cervantinas. Y nos la acercan.
Mi generación, la de los poetas novísimos, siguiendo una larga tradición literaria, ha tenido una cierta predilección por el mundo veneciano y muchos hemos ido a buscar entre sus fantasmas emoción e inspiración. Una ciudad en la que Tintoretto es un protagonista excepcional.