CARLOS BOYERO
Hitchcock, un hombre en posesión de cerebro superdotado y perverso, erótico y morboso, con fijación hacia un tipo sofisticado de mujer, incomparable manipulador de emociones, obsesionado con las zonas de sombra de la naturaleza humana, vivió la tragedia de que su físico guardara más relación con el aspecto de una ballena que con el de un seductor de hembras, por lo que se consoló trasformando en arte de primera clase su enfermiza aunque también lógica condición de mirón. Y no solo de mujeres guapas.
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Hitchcock describió magistralmente en La ventana indiscreta los peligros de fisgonear en la privacidad de sus vecinos por parte de un fotógrafo que está inmovilizado y aburrido en su casa. Este fascinado voyeur de las miserias ajenas está a punto de ser asesinado al descubrir en un caso concreto que nada es lo que parece. Yo creo que se lo merecía. Por cotilla, por carroñero, por deleitarse observando clandestinamente y sin permiso la intimidad de los otros.
La televisión ha logrado convertir en espectáculo masivo y rentable la mezquina actitud de ese personaje. Sin necesidad de que espiemos a través de las ventanas y de las paredes las miserias y los secretos de los otros para otorgarle entretenimiento a nuestra murmuración, un programa abyecto como Gran Hermano nos permite en vivo y en directo ser testigos de la ordinariez, la nadería o la sordidez de gente anónima y progresivamente lamentable (si en la primera temporada el nivel mental y el interés sociológico y psicológico de los concursantes no era precisamente deslumbrante, todos ellos parecen Einstein al compararlos con la programada orgía de insufrible vulgaridad y agresivo descerebramiento que ha venido después) cuyas prescindibles vivencias alcanzarán durante un tiempo surrealista protagonismo en el ocio y en las conversaciones de los espectadores. No acaba ahí el esperpento, ya que la intrascendente personalidad de esta gente, sus amores, enfrentamientos, rivalidades y desencuentros serán explotados y prolongados hasta la náusea en programas complementarios.
Tony Blair, un político en el que me resulta arduo destacar o admirar alguna cualidad, ha demostrado que al menos posee una muy notable. A saber. Ha confesado en el Parlamento y a raíz del movidón social y racial que se ha montado porque en la casa de Gran Hermano una desinhibida concursante utilizaba expresiones xenófobas para atacar a una compañera hindú, que jamás había visto este programa. Y admito que tiene mucho mérito proteger tu higiene mental despreciando echar una ojeada a ese circo grotesco que parece de visión obligada por la demencial razón de que el pueblo llano está vampirizado por él y se ha hecho asquerosamente popular. En la infatigable fábrica de heces que supone la televisión, Gran Hermano tal vez sea su invento más triunfalmente necio.
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