JUAN BONILLA
Fascinante personaje Bartolomé J. Gallardo, erudito y bibliófilo extremeño al que sus enemigos convirtieron en leyenda, en uno de los grandes malditos de nuestra literatura. Entre esos enemigos destacó Adolfo de Castro, inventor descarado de una obra de Cervantes al que Gallardo descubrió.
Para hacerle pagar que revelase su, por otra parte, espléndido invento, Adolfo de Castro no trató de defenderse, sino que decidió pasar al ataque, olvidándose de El buscapié (la obra inventada de Cervantes) y yendo a degüello a por Gallardo en una serie de cartas que un tal Lupián Zapata le escribe desde la Laguna Estigia para recordarle algunos de sus yerros más famosos, y para hacer burla franca e hilarante de uno de los capítulos más legendarios de la vida de Bartolomé Gallardo.
Al parecer, el día de San Antonio de 1823 y en Sevilla, a Gallardo le desaparecieron decenas de documentos, libros y obras que preparaba, lo que sirve a De Castro para herir al bibliófilo sin timidez ni recato, considerándolo un pobre mixtificador que aprovecha su propia desgracia para inventarse una bibliografía imposible con la que subsanar la escasez verdadera de sus obras.
Todo ello se explica con elegante prosa encantada de hacer sietes en las carnes del atacado en la segunda obra de Castro protagonizada por Gallardo, las Aventuras literarias del iracundo extremeño Don Bartolo Gallardete, una especie de biografía en la que es difícil contener la risa, a pesar de que figura entre los más altos ejemplos de la infamia literaria. Cuenta De Castro que habiendo difundido Gallardo por toda la Corte lo del robo de su biblioteca, iba por las librerías localizando ejemplares que le hubiera gustado tener, y hacía en ellos una señal de puño y letra, y días más tarde volvía a la librería, contaba al librero su desgracia, le hablaba de uno de sus volúmenes perdidos dando ocasión al librero a decirle que él tenía un ejemplar, el ejemplar se le mostraba a Gallardo que ponía los ojos en blanco y decía, igual, igual que este era mi ejemplar, incluso lo había anotado en los márgenes; buscaba entonces en las páginas del libro las marcas que había dejado en su anterior visita y así demostraba que el volumen aquel pertenecía a su biblioteca y el librero no tenía más remedio que dárselo.
Gallardo -que sufrió destierro- vivió en una época en la que la literatura era un género de la política, como bien apuntan Alberto Romero y Yolanda Vallejo en la espléndida introducción al volumen (editado por Renacimiento). Introducción llena de rigor y amenidad y noticias que desmiente el lugar común que quiere que la filología sea un pasatiempos para filólogos.
Tratan, y consiguen, Alberto Romero y Yolanda Vallejo de ser valedores de una figura como la de Gallardo, tantas veces objeto de infundios que procedían no sólo de sus altaneros enemigos sino, curiosamente, también, a menudo, de sus propios defensores. Se le rehabilita así como uno de los intelectuales más íntegros que generaran las Cortes de Cádiz.
Intelectual cuya obra es uno de los capítulos más brillantes de nuestro XIX, también fue un personaje fascinante al que el retrato caricaturesco de Adolfo de Castro, escrito con prosa impecable, hirió sin duda para rebajarle la estatura, pero a la larga le ha hecho el gran favor de elevarlo como figura en la que es imposible no parar los ojos.
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