DAVID GISTAU
En Ronaldo se prolonga una condición que Norman Mailer atisbó en Cassius Clay: todo en él es puro ego y voluntad de exhibirlo como quien se abre una gabardina en la puerta de un colegio. Por eso, para motivarle no sirven llamadas a la camaradería -a la integración en un yo colectivo que se la suda- ni a la lealtad a los equipos que le pagan sin comprometerle jamás: Ronaldo los fue dejando tirados a todos según le convino. Lo que funciona para estimular a Ronaldo es agraviarle el ego. Capello lo ha hecho con un maltrato que roza el odio personal. Y sólo entonces, obligado a demostrar y a demostrarse que todavía es una fiera y no una alfombra de piel de tigre, Ronaldo ha adelgazado y ha calibrado la maquinaria hasta convertirse de nuevo en el arma que hace saltar todas las latas. Capello, cerril y gótico como diría Luppi, prefiere despacharlo a Milán para que complete ahí su rehabilitación. Ya sólo falta una visita del Milan en la Champions, la próxima temporada, en que un Ronaldo cargado de resentimiento vuelva a ser una manada de un solo hombre (Valdano) sólo porque se le antoje meterle el ego a Chamartín por donde le quepa. Ni Calderón ni Capello estarán ya para que les haga una peineta.
No es verdad que al Atleti le cueste ganar en casa. Sólo necesita que le expulsen a cuatro rivales, portero incluido, y entonces encuentra los espacios que da gusto. Y hasta marca un golito, no más porque no queda nadie para sacar de centro. Lo que no es probable es que le arbitre siempre un expulsador en serie como Lizondo, que tiene un brazo que recuerda al de un geyperman o al de Peter Sellers en Teléfono rojo. Por tanto, Aguirre deberá pensar en otros recursos para combatir el bloqueo doméstico, tales como imponer en el reglamento que los contrarios jueguen con los cordones de la bota derecha atados a los de la izquierda: Lizondo se lo habría admitido, empeñado como lo estuvo en castigar esa garra de la que vive Osasuna. Más allá de los incidentes, el pasito adelante que le falta al Atleti para consagrarse como un equipo de la Champions es un medio campo que sepa qué hacer con la pelota en esos partidos en los que como local está obligado a cargar con el peso del juego en vez de parapetarse para resolver con chispazos a la contra.
Saviola es un jugador de los que no sobran en ninguna parte. Con sus goles, con un instinto competitivo que permaneció encendido a pesar de la inactividad, acaba de acudir al rescate del Barça en una hora mala en que las estrellas habituales estaban o lesionadas, o gripadas como el motor de un Vespino. Toleró incluso el ninguneo de su entrenador con una calma que no mascaba un deseo de venganza, sino el de una oportunidad. Regresarán Eto'o y Messi, y entonces Saviola renovará su condena, la de ser un magnífico jugador traspapelado. Pero ya ha demostrado que no sobra en el Barça y que Rijkaard tiene un «bendito problema»: el de disponer de tanto talento que no le cabe en los huecos disponibles.
El mítico programa de humor Saturday Night Live invitó hace un par de meses a Lance Armstrong. En su monólogo de apertura, el seis veces ganador del Tour dijo que, cada vez que se metía en un cuarto de baño, aparecía un francés con un bote de plástico para intentar robarle la orina. Así se burlaba de esos intentos de cazarle que ha sufrido desde que se convirtió en el ciclista más importante de la historia y que hay que vincular al intento sistemático de desprestigiar a cualquier vencedor del Tour que no sea francés: como si existiera en la carrera un sentido de propiedad que excluye a los campeones que no sirvan para nutrir el chauvinismo. De entre los nuestros, esta misma persecución que aspira a manchar méritos con la sombra de la sospecha la padecieron Delgado e Indurain. Ahora le toca a Oscar Pereiro, cuya cabeza ya está expuesta en la picota de Le Monde. Para consolarle, habrá que adaptar el «ladran, luego cabalgamos» cervantino. Si cada vez que vas a mear aparece un francés con un bote de plástico, eso, amigo, es la consagración: significa que eres un campeón como el que ellos no tienen.
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