JAIME RODRIGUEZ
Y o aparco el coche cerca del garito y procuro estar lo menos posible en la calle». Habla Nacho, 28 años, cliente habitual de la noche alcorconera, fijo en el Polígono. Lleva una década tomando copas los sábados por la noche en las naves de Urtinsa, pero la situación últimamente le asusta. Los graves incidentes acontecidos este fin de semana han vuelto a sacudir la rutina de una ciudad dormitorio demasiado acostumbrada a la violencia. El municipio crece hacia Móstoles y hacia el Oeste. Roza con las urbanizaciones bien de Villaviciosa y Boadilla y con miles de pisos de protección oficial que empiezan a brotar en la zona meridional. Los centros comerciales se han multiplicado y también los servicios (hospital, universidad, Metrosur...). La gente se ilusiona con la posible Ciudad Deportiva del Atlético y con más paradas del suburbano. Sin embargo, la fama conflictiva está embarrando el pueblo.
Otra vez el Polígono. Las peleas de ayer y el sábado se producen a escasamente un kilómetro de la famosa zona de ocio, donde terminaron muchos de los implicados celebrando o lamentando las hazañas firmadas en el parque un rato antes. La zona de marcha más popular del Sur de Madrid respira en tensión permanente. «Cualquier día aquí va a volver a suceder una desgracia gorda. Se va a liar», vaticinaba hace pocas semanas el dueño de una de las mayores discotecas de Polvoranca. Los asesinatos de 1995 y 2002 son los precedentes a evitar, aunque los moradores del área asumen que allí se aguanta al límite. El temor pone en guardia a los visitantes y a los empresarios que dirigen los bares. Un tercer muerto cerraría definitivamente el negocio. El sábado ya se notó la batalla campal y la afluencia nocturna fue menor.
Los más de 30 locales que resisten (esa cifra se doblaba generosamente en la época más álgida, a mediados de los 90) facturan miles de entradas, copas o bocadillos en las noches del fin de semana. Sin embargo, el marchamo Polígono de Alcorcón pesa. Los asesinatos de Ricardo Rodríguez, en 1995, y, siete años después, del angoleño Ndombele Augusto Domingos siguen presentes. En ambos dramas surgían elementos similares a los que se han detectado este pasado fin de semana. Racismo, violencia, armas, porteros de discoteca desatados...
Siguió la música a pesar de todo, aunque el público desapareció en masa. Tardó mucho tiempo en recuperar el pulso. Lo hizo en los últimos años gracias al estímulo de la inmigración, que se encontró cómoda en sus locales. Lejos de los agobios del centro de la capital en una noche de sábado y de los precios elevados en las consumiciones, suramericanos y africanos empezaron a reunirse en discotecas del Polígono. Marroquíes y foráneos de Europa del Este encontraron también su espacio en las calles industriales.
A la vez, jóvenes de Alcorcón, Leganés o Móstoles siguieron viviendo el ambiente de Urtinsa. Discotecas amplias, variedad de géneros, horarios desahogados, posibilidad de aparcar... Un encanto distinto. Mil ambientes diversos hasta las siete de la mañana, con sus riesgos. Peligro inherente a un lugar que congrega a millares de personas y donde el alcohol tiene un papel aglutinador. La convivencia de todos los grupos sociales avanzaba en los últimos meses con baches. Las peleas a la puerta del Metrosur, en el pasado mes de octubre, activó la alarma entre las Fuerzas de Seguridad del Estado, que desde entonces aumentaron su presencia tanto a la puerta de los pubs como en las entradas al suburbano.
Los empresarios del Polígono decidieron hace un año asociarse para contratar seguridad privada que patrullara las aceras. «Sólo la pagamos garitos españoles. Ellos, que son los que generan la mayoría de las peleas, no han querido participar», explicaba uno de los propietarios. «Ellos» son los gestores de los bares de clientela extranjera. Y las refriegas de madrugada continuaron. «Movidas hay en cualquier zona de marcha, pero aquí nos puede nuestra historia pasada. Tiene mayor repercusión», dice con pesimismo desde una taquilla.
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