Con galones dorados, cabellera albina y falda gris ajustada, la camarera ofrece en bandeja el menú, un dossier secreto que parece recién sacado de las fauces de la Lubianka, la mítica sede de los servicios secretos rusos. Sobre la carpeta roja destaca la palabra Del (Asunto) grabada con caracteres dorados. Tras ojear el menú nos quedamos con la duda de si pedir una ensalada a la Lubianka (pepino, cebolla y manzana), una ración de pollo al terror rojo o un plato de carne preparadas al estilo ministerial.
El asesinato con polonio radiactivo del ex coronel de los servicios secretos Alexander Litvinenko ha resucitado el interés por las historias de espionaje y por una atmósfera, la de la Guerra Fría, que reproduce con nostalgia El Escudo y la Espada, un restaurante moscovita consagrado a la grandeza de la policía secreta soviética (KGB) sin ningún afán de parodia.
La camarera nos sirve una taza de té humeante. El líquido se insinúa con sus vetas sinuosas, pero la imagen de Litvinenko se atraviesa en el estómago bajo la mirada escrutadora de todos los jefes de la policía secreta, que cuelgan retratados en la pared. No falta ninguno, desde los mentores de las purgas estalinistas de los años 30 (Guenrij Yagoda, Nikolai Yezhov y Lavrenti Beria) hasta el actual jefe de los servicios secretos poscomunistas (FSB), Nikolai Patrushev.
Rodeado de tantos chekistas ilustres, uno tiene la sensación de haber entrado a cenar en la boca del lobo. El pintoresco local se levanta en la misma acera que la Lubianka, la tétrica y monumental sede del espionaje soviético-ruso levantada en 1934, donde los disidentes del estalinismo eran interrogados y torturados antes de ser enviados al Gulag.
Muchos moscovitas que perdieron familiares en las represiones del llamado terror rojo se niegan hoy a pasar junto a la fachada amarillenta de la Lubianka, el «edificio más alto de Moscú» -reza un dicho popular-, «porque desde sus sótanos se alcanza a ver Siberia».
«Lubianka, Lubianka... Brindemos por los hombres que sirven en el FSB», dice el estribillo de la cantinela que escupen los bafles del restaurante.
Rodeado de uniformes militares soviéticos, de colecciones de insignias comunistas con el símbolo del KGB (el escudo y la espada) y de banderas rojas, parece que la perestroika aún esté por llegar.
Sólo las piezas de pop-rock que ejecuta de cuando en cuando el amenizador del local nos saca del ensueño rojo. Sobre el órgano eléctrico del cantante, una fotografía de Vladimir Putin nos recuerda que el actual inquilino del Kremlin también fue -en 1998- jefe de los servicios secretos.
Según algunos comensales, aquí suelen mover el bigote funcionarios de los servicios secretos. Quizá sea ésta la razón por la que el jefe del local se niega a hablar con la prensa del viejo enemigo capitalista, y mucho menos a dejarse fotografiar. No está el horno para bollos, debe pensar el dueño del mesón rojo. «El padre del dueño era militar y tenía una colección de medallas, insignias y uniformes. Por eso se le ocurrió decorar así el restaurante», explica la camarera.
Como en los viejos tiempos soviéticos, el restaurante es antes lugar de jolgorio que sitio para comer. Desde risueñas familias hasta parejas, pasando por solitarios individuos con aire de funcionario, los comensales parecen sentirse a gusto entre tanta reliquia, degustando platos soviéticos sobre un hule con grabados de la plaza Lubianka en 1856. Una niña y su abuelo bailan entre las mesas mientras esperan los postres (entre los que se encuentra un pastel llamado cazabombardero B-52).