Siempre he pensado que los hospitales se hacen para atender las necesidades de todos los ciudadanos, no sólo para los médicos. Parece una perogrullada, pero frente a la endogamia de críticos e intelectuales (de corte provincial) es necesario decirlo para señalar que los museos se construyen para todos los ciudadanos y no para los artistas locales. Aquí radica la apuesta de un museo que fue mal recibido y que de lugar de encuentros, por su arquitectura, ha pasado a ser punto de referencia internacional.
La objetividad de los datos es incontestable, la durabilidad del éxito del primer año, superando el millón de visitantes, se ha mantenido a lo largo de una década. Con un 60% de extranjeros que se han acercado a Bilbao expresamente para disfrutar de sus exposiciones, la ciudad ha rejuvenecido y se ha reidentificado en el proyecto como hace un siglo lo hizo en la siderurgia.
La colección de Nueva York ha sido mostrada en diversas entregas, cumpliéndose el texto del contrato, y hemos disfrutado de grandes blockbusters, exposiciones complejas de carácter internacional. De los dibujos de Miguel Angel y su época a los dibujos de Durero, pasando por exposiciones de profundidad de artistas como Beckmann, Calder, Dubuffet, Rauschenberg, Rothko o Bill Viola.
La programación ha mantenido un nivel de sobresaliente. Se ha comprado obra de artistas como Anselm Kiefer, Richard Serra o, recientemente, uno de los mejores ciclos pictóricos de Cy Twombly. Todo ello es algo que hace 20 años jamás hubiera imaginado que podría suceder en la invicta villa de mi nacimiento. El paso del tiempo y la fuerza de los hechos ha llevado -incluso a los críticos airados del primer momento- a tener que reconocer el proyecto, que hoy en día es más que una realidad, es un ejemplo que otras ciudades han querido seguir. Tres de las perspectivas críticas, las correspondientes a lo económico, urbanístico y político, han quedado asumidas y bien valoradas con la consolidación del proyecto y de su arquitectura; sin duda, el mejor edificio de Frank Gehry.
El museo, además de generar puestos de trabajo para tantos estudiantes que pasaron por nuestra Facultad de Bellas Artes, ha servido también de trampolín para que muchos de ellos hayan accedido a cargos de mayor responsabilidad en otras geografías. Sin máster ni parafernalias, el museo, tanto en Nueva York con las becas, como aquí con las prácticas diarias, les ha enseñado el trabajo de restauración, de montaje, de registro... Nadie puede negar que, como ningún otro museo, ha conectado con la sociedad civil: 15.000 amigos (de honor o simples estudiantes) en una ciudad pequeña como la nuestra demuestran que el Guggenheim Bilbao es una seña de identidad, capaz de atraer a un público tan numeroso que jamás hubiéramos pensado en ello.
Como a toda institución se le pueden detectar puntos débiles, o de mejora, pero no es el momento. La dirección ha sido inmejorable y discreta; los trabajadores, aplicados y eficaces. Es el momento de celebrar, de festejar una fecha y un acontecimiento, de conmemorar, de hacer memoria y recuento de lo que hemos tenido casi sin darnos cuenta, desde una década ya manteniendo el pulso de la calidad.
Tras la vaga memoria de 100 años con que, en una prosa excelente, Rafael Sánchez Mazas relató en 1940 el devenir de Bilbao, de su paso de pueblo a villa industrial, de acero y de comercio, nos encontramos hoy con una concreta referencia, de cultura y de titanio, con un punto clave de nuestro paso de la industria, con el ruido de los astilleros y la contaminación, a una ciudad limpia y con un símbolo de cambio, el Guggenheim Bilbao. Un motivo de sano orgullo para todos.