En los días en que París descubrió que la modernidad comenzaba por un ángulo, por un periódico descompuesto, por el esguince de un violín o por las cuatro esquinas de una manzana Picasso ya se encendía los cigarros con un carbón de admiraciones junto a Georges Braque y Juan Gris (que apareció algo más tarde).
El cubismo estaba en marcha como la mayor de las revoluciones pictóricas del recién descorchado siglo XX. Era 1907, era 1908. En el Bateau Lavoir, donde se fregaban los suelos con petróleo, Picasso, Max Jacob y Apollinaire habían ido alumbrando las líneas del arte nuevo con los posos de una cachimba bien cargada de opio.
Aquello empezó a tomar sentido, fuerza y difusión porque detrás de la aventura estaba el ímpetu publicitario del marchante Daniel-Henry Kahnweiler, el promotor del cubismo, su defensor, quien lo puso en un mercado que desconfiaba de aquel caleidoscopio de donde salían mujeres con pechos cuadrados, vasos asimétricos, botellas de un anís a rombos.
El cubismo empapó París y tras los saltos de Picasso, Braque y Gris surgió un ejército de pintores que tomaron las brasas del movimiento para seguir rompiendo formas y conceptos: Gleizes, Duchamp, Picabia, Leger, Archipenko, Delaunay, Laurencin... Y con ellos André Lhote (Francia, 1885-1962), que ahora rescata la Fundación Mapfre, un extraño pintor de provincias que venía de mojarse los pies en los ríos verdes o desnudos de Cézanne, y que llegó al cubismo como quien desemboca con naturalidad en el océano de la vanguardia, sin forzar el paso.
Lhote se apuntó al cubismo pronto, y con la misma velocidad empezó a sumar los primeros admiradores y otros despiadados detractores. Entre ellos estaba Apollinaire, que no lo incluyó en su mítico libro Du Cubisme, publicado en 1912, donde este poeta mago sintetizó la esencia de la nueva pintura, asentando un canon que quedó ya cifrado para la Historia.
Nada hizo que Lhote variara el rumbo. Era además teórico, uno de los grandes defensores y difusores de la modernidad en numerosos escritos y conferencias que dictó por media Europa. Y se convirtió muy pronto en un maestro entusiasta a lo largo de su trayectoria artística, sobre todo cuando fundó en 1922 su propia escuela en París, la Académie André Lhote, con delegación también en Río de Janeiro.
La Fundación Mapfre quiere ahora rendir homenaje a este artista infatigable con una amplia exposición, hasta el 18 de marzo, realizada en colaboración con el Museo de Bellas Artes de Burdeos. La muestra, de la que son comisarios Françoise Garcia y Eugenio Carmona, reúne más de 70 obras del pintor francés para ofrecer una visión completa de toda su producción artística.
«Lhote, además de encontrar el camino del arte en la ruptura con la estética clásica, es un creador fundamental para entender cómo se articulan los lenguajes de la modernidad española. Es un cubista de segunda generación a partir del cual se puede entender mejor a pintores como Vázquez-Díaz», apunta Pablo Jiménez, director de la Fundación Mapfre.
La producción artística de Lhote se asienta en un lenguaje característico, cercano al cubismo sintético, por donde fue haciendo cabotaje sin olvidar sus raíces en el fauvismo, asestando color a sus composiciones, investigando, como apunta Garcia, «en el concepto del desnudo arquitectónico».
Los temas de su pintura fueron el paisaje, el desnudo, la vida en los puertos, la mujer burguesa... Descubriendo juegos espaciales y un lenguaje de planos casi geométricos de colores lisos. «En España su influencia fue generosa, y se pueden encontrar huellas de Lhote en el primer Dalí, en Arteta, Torres-García, Barradas, Bores, Peinado, Viñes, un cierto Cossío...», subraya Carmona.
La recuperación de este artista es una prueba más de los cadáveres que la urgencia de la vanguardia fue dejando en el camino sin reconocimiento pleno. Puede que Lhote no sea de esos hombres que han ido ahormando la Historia, pero sin duda ha ayudado a completarla. Desde ese cubismo o modernidad que era una fe en lo nuevo.