Una reyerta en la que participó cerca de un centenar de jóvenes y que se saldó con varios heridos, uno de ellos con seis puñaladas; una manifestación de más de 600 personas que acaba en batalla campal, con enfrentamientos con la Policía y con contenedores y mobiliario urbano en llamas; establecimientos comerciales cerrados por miedo; incautación de armas -desde un machete a una pistola simulada, barras de hierro o bolas de billar-; gritos racistas y promesas de venganza; cargas policiales; anuncio de nuevas movilizaciones... Estos hechos, acaecidos en Alcorcón (Madrid) el pasado fin de semana, deberían llevar a esa reflexión en la que, de momento, no parecen querer entrar ni el alcalde («en Madrid, cualquier noche ocurren sucesos como los que han pasado aquí»; «se trata de peleas de barrio» o «no hay un brote de violencia») ni la delegada del Gobierno (que descarta que existan «bandas» en el municipio). «Banda», según la RAE, es una «pandilla juvenil con tendencia al comportamiento agresivo». En Alcorcón hay una decena de pandillas que hasta ahora sólo se reunían para hacer graffitis o ir de fiesta, pero ayer algunos de sus miembros lanzaban consignas como «ojo por ojo» o «les cortaremos el cuello».
Habrá que advertir que minimizar los sucesos del fin de semana o cerrar los ojos al problema es un error y el primer paso para no darle solución. Dijimos lo mismo cuando un hecho muy similar acaeció en mayo de 2005 en Villaverde, un barrio de la capital. Entonces, un adolescente de 17 años murió de una cuchillada que le propinó un joven dominicano, lo que fue el detonante para el estallido de indignación de todo el vecindario. En Madrid gobierna el PP; en Alcorcón lo hacen el PSOE e IU.
Las autoridades deberían asumir hoy que en Alcorcón, cuando menos, tienen un problema de seguridad, un problema de marginalidad de inmigrantes que no se han integrado y, sobre todo, un gran malestar social que se palpa sólo con hablar con los vecinos. Es impensable creer que ni los mediadores sociales ni la Policía Local conocían el problema. Parece como si los políticos viviesen entre estadísticas y asesores, pero sin conocer la auténtica realidad de la calle. Y la realidad dice que un grupo de jóvenes (en este caso, latinoamericanos) tenía atemorizados a los vecinos y cobraba por permitir el uso de instalaciones públicas. Era cuestión de tiempo que la chispa encendiese el polvorín. Es hora de tomar medidas.
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