NURIA CUADRADO
No hay peligro: no les puedo explicar el final, todavía no lo conozco. Sólo sé tres o cuatro cosas de Arthur & George, los protagonistas de la nueva novela de Julian Barnes, que la próxima semana vendrá a Barcelona a presentarla. Sé, con un centenar de páginas en mi haber, que George es de origen parsi -descendientes de los persas que emigraron a la India en el siglo VIII-, aunque se considere el más inglés; y que Arthur es Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes y El sabueso de Baskerville, un hombre corpulento y vital que se cansó pronto de su detective y le dejó morir en manos de Moriarty -aunque después lo resucitara- pero que, ante los extraños sucesos que se libran en un pequeño pueblo, Great Wyrley, decide intervenir en socorro de George parapateado él mismo tras la lupa de detective.
Y, hasta aquí puedo leer, más que nada porque para poder desvelarles más detalles sobre la trama necesitaría haber avanzado yo misma en ella. Y, de momento, no ha sido así. Pero entre las páginas que ya he devorado -porque es de lectura tan amena que una se come las páginas con ansiedad- me ha llamado la atención -interesada- un pasaje sobre los deberes y derechos de los viajeros del ferrocarril, uno de los pocos temas a los que Arthur dedica su tiempo para encontrar unas reglas más lógicas que las de la fe religiosa.Y es que Arthur (que es abogado y que corren los años entre el siglo XIX al XX) ensaya ante sus hermanos prácticas de magistrado en un tribunal con casos que consigue de la realidad.
«Les habla, por ejemplo, de los perros de Bélgica. La normativa en Inglaterra estipula que a los perros hay que ponerles un bozal y meterlos en el furgón, mientras que en Bélgica un perro, siempre que tenga billete, puede tener categoría de pasajero (...) Si cinco hombres y sus perros ocupaban en Bélgica un compartimiento de diez asientos y los diez tenían su correspondiente billete, a efectos legales ese vagón estaría lleno».
Lógica aplastante la de Arthur y su lesgislación, de la cual los responsables de Transports Metropolitans de Barcelona podrían tomar nota. Pero no; en cambio, les ha dado por recordar a la entrada de las estaciones que está prohibido el acceso de los perros. Yo me pregunto porqué. Si se trata de que, como en Bélgica, paguen billete, yo acepto; si se trata de que no ensucien, recojo (como hago en cualquier otro lugar) cualquier marranada de mi perra; si tienen que llevar cadena, incluso bozal, puedo entenderlo...
Pero me resisto a que no se les permita viajar en metro. Porque tampoco pueden viajar en cualquier otro transporte público (más allá de las cercanías de Renfe). O sea, que los desgraciados como yo (los que no tenemos coche ni carnet de conducir) tenemos que recurrir en nuestras excursiones con perro al transporte más antiguo : caminar. Y una no siempre está dispuesta, ni puede, ni tiene fuerzas, para cruzarse la ciudad andando en caso de tener que llevar al animal a algún lugar.
Así que si algún responsable de TMB o del Ayuntamiento tiene a bien tomar nota, se lo agradecería. Y, si no, apunten el título de la nueva novela de Barnes. Que vale la pena.
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