CARMEN RIGALT
Hubo un tiempo en que le llamaban la máquina de la verdad. Ahora más bien parece la máquina de la mentira. Seguramente no es lo uno ni lo otro, pero vende. Se trata de un artilugio arcaico, a mitad de camino entre un electrocardiógrafo y un potro de tortura, que detecta las mentiras a través de las alteraciones emocionales. Como si mentir fuera una proeza equiparable a conquistar el Everest. Cuando el sujeto paciente burla las preguntas del examinador, la máquina se pone tonta y el examinador denuncia: «El polígrafo dice que miente». Ya tenemos frase.
Esta máquina pedestre ha irrumpido con éxito en el negocio del corazón, que tantas mentiras y cuernos factura. Habría que aplicársela también a los políticos, maestros del cinismo y la simulación. «Mírenme a los ojos, créanme», dijo una vez uno que nos la quería meter doblada (de hecho nos la metió: todavía estamos pagando las consecuencias). Los políticos mienten con la misma naturalidad con que los niños franceses hablan francés: sin liberar adrenalina ni descomponer el careto. Y no sólo los políticos. La mentira es un estado natural de media Humanidad. Los polígrafos deberían ampliar el reto y emplearse en la prospección de verdades. Según está el panorama, encontrar una verdad es tan valioso como encontrar petróleo.
En nuestro afán por darnos pisto y relieve, ocultamos con palabras todo aquello que nos desmerece. No sólo mentimos para disimular los sentimientos (eso sería hasta normal: resulta difícil discriminar el amor del desamor o la envidia del odio) sino para negar la información del propio carné de identidad. «Ojo al dato», decía José María García en sus programas deportivos. Ojo. Un dato pesa más que una serie encadenada de discursos. Mentir es un arte, pero no todos los que mienten son artistas. Hay que cuidarse de las personas con incontinencia verbal, porque los caudales de palabras están cuajados de trampas.
La mentira es buena aliada de la impostura. No vean en esta afirmación una pretensión ética, sino más bien científica. Conozco muchas personas que intentan continuamente vendernos su moto, como si los demás no tuviéramos las facultades listas para obtener conclusiones propias. Mentir exige viveza, credibilidad y, sobre todo, coherencia (y memoria). El polígrafo (el sismógrafo, como yo lo llamo) no detecta nada que no hayamos detectado antes por nuestra cuenta. A los mentirosos, como a los tontos, la razón les hace aguas. La verdad tiene los cabos atados.
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