Miércoles, 24 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6247.
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 OPINION
AL ABORDAJE
La hoguera
DAVID GISTAU

De acuerdo con la definición acuñada por el Nuevo Periodismo, la sensibilidad progresista consiste en enfadarse por aquello que a uno no le afecta en absoluto. En ese sentido, lo que el manual del perfecto progre sugeriría respecto a los Latin Kings no es enfadarse con ellos, sino invitarles a canapés, como Leonard Bernstein con los Panteras Negras, para poder enfadarse todos juntos con el mundo que les hizo así, como a Jeanette, que diría Arcadi Espada.

Esta actitud que ya se está ensayando con los okupas en Cataluña, donde se ha decidido que con quien hay que enfadarse es con la propiedad privada, sólo es posible cuando se vive, como Bernstein y como el progre burgués, en un dúplex de Manhattan o del Barrio de Salamanca, a los que ni Panteras Negras ni Latin Kings afectan en absoluto. Cuando si uno ha estado en Alcorcón es porque se perdió yendo a cualquier otra parte, como el yuppie de Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, que se extravió en el Bronx como pasándose a la terra incognita de todos sus mapas personales.

Desde esas distancias exquisitas, puede llegarse a creer que no existen o que al menos, si existen, tan sólo son una asociación cultural, o modelos potenciales para el próximo desfile con conciencia de Miró, o «un estilo de vida alternativo», como dijo la ministra Trujillo. Y muy facha hay que ser para no contemplarlos como tal.

Lo más probable es que las cosas no se vean igual desde Alcorcón. Las algaradas recientes las han encendido chavales que no son nada progresistas, porque están enfadados por aquello que sí les afecta. Que les cobren un peaje por sentarse en un banco o usar una cancha pública. Que les obliguen a ser las cobayas humanas de cuanto resulta fallido en el experimento de la integración. Que su espacio vital se degrade con una inseguridad cotidiana de la que en el Barrio de Salamanca sólo se tiene noticia cuando estalla en las proporciones de este fin de semana.

Acomodado en su butacón con orejeras, el biempensante recibe estas lejanas crónicas campamentales y lo que prefiere es proteger sus propias convenciones atribuyendo el hecho a una confusa maraña de vicios morales de los que él está a salvo y que se resumen en una sola palabra demoledora y multiusos como una navaja suiza: «xenofobia».

Ha vuelto a hacerlo. La culpa, como siempre, la tiene el sistema, la tenemos nosotros. Aclarado esto, sólo le queda buscar en el armario la vestimenta adecuada para recibir en el dúplex a los Latin Kings, que le traen a casa una visión idealizada de la selva que nunca ha de pisar, ni él ni sus hijos, que juegan en canchas a las que nada afecta.

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