Miércoles, 24 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6247.
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 OPINION
Obituario / RYSZARD KAPUSCINSKI
En la estela humanista de Heródoto
Cronista del Tercer Mundo, plasmó su realidad en 'Ébano', 'El Sha' o 'El emperador'
EDUARDO SUAREZ

La vida de Ryszard Kapuscinski (1932-2007) podría definirse como una prolija nota a pie de página en un viejo volumen de Heródoto. De su mano se inició como corresponsal cuando su jefa le regaló su Historia antes de su primer viaje y en torno a él reflexionó en su último trabajo. Entre un momento y otro, Kapuscinski sobrevivió a 27 revoluciones, informó 12 veces desde el frente y fue condenado a muerte en cuatro ocasiones.

Una nota a pie de página erudita, lacónica, viajera. Si Heródoto dedicó sus mejores páginas a contarle a los atenienses cómo vivían pueblos tan alejados como los persas o los fenicios, Kapuscinski salió de su patria como él para descubrir historias lejanas. Como Heródoto, atesoraba una intensa formación humanística y como él estaba más interesado en la vida y en las costumbres de otras gentes que en el relato de las guerras que la Historia le obligó a relatar. Como Heródoto, Kapuscinski era curioso, observador y siempre dispuesto a escuchar. Y como él escribía a mano. Siempre a mano.

Ryszard Kapuscinski había nacido en Pinsk, una pequeña ciudad bielorrusa en cuyo Ayuntamiento colgaba en época de Entreguerras la bandera polaca. Con apenas 10 años, la guerra obligó a su familia a deambular de ciudad en ciudad sorteando los peligros del frente. Así fue como se instaló en Varsovia, en cuya Universidad cursó estudios de Historia e empezó a escribir sus primeros artículos.

Con tan sólo 17 años, trabajó para la revista Hoy y mañana, pero en 1955 dio el salto al periódico Sztandar Mlodych. La frase que iba a marcar el resto de su vida se la dijo en aquella redacción a su jefa Irena Talowska: «Quiero cruzar la frontera». No era demasiado ambicioso. Se conformaba con un viaje a Praga, puede que a Budapest.

Quien sabe si protegiéndole de la censura o adivinando sus cualidades, su jefa le regaló el libro de Heródoto y le mandó a la India. Al año siguiente, volaba rumbo a la Calcuta solo, perdido, sin experiencia y con aquel volumen que conservó manoseado, desencuadernado, anotado hasta el día de su muerte.

Después de la India vino Africa. La descolonización del Zaire y Angola y Mozambique y tantos otros lugares recogidos después en su libro Ébano. Ya no viajaba para un diario sino para una agencia, la empresa estatal de noticias que abastecía a los periódicos del régimen. No le gustaba lo que le encargaban: notas insulsas sobre visitas oficiales y actos protocolarios. Sin embargo, nunca renegó del oficio e iba anotando sin prisa sus experiencias en cuadernos gruesos que luego pasaba a máquina e iba almacenando.

Trabajó para la agencia durante más de tres décadas (1958-1981) hasta que en los 80 empezó a colaborar para periódicos extranjeros. Su firma aparecía esporádicamente en The New York Times o en el Frankfurter Allgemeine Zeitung.

Mientras tanto, iba ordenando sus notas e inventando un género: el reportaje total. Una especie de crónica literaria donde el autor engarza viajes, vivencias, poemas, tradiciones que escucha y donde no permanece impasible ante lo que está contando. Lejos de los excesos barrocos del nuevo periodismo americano, Kapuscinski proponía un lenguaje sencillo y digerible, preñado de paradojas, anécdotas e imágenes que ayudaban a comprender la realidad. Ése fue el origen de sus libros, que revolucionaron los cánones periodísticos en los años 80 y 90.

De la mano de Jorge Herralde, llegó a España El Sha (1987), donde describía los excesos de la corte de Reza Pahlevi y el caldo de cultivo que condujo a la revolución de los ayatolás en 1979. Después vinieron los reportajes de La guerra del fútbol (1992), donde relataba entre otras historias el conflicto que estalló en entre El Salvador y Honduras por un partido de fútbol.

El Imperio (1993) es quizá su obra más sugerente, un viaje en tres tiempos a una Unión Soviética en vías de derribo que sorprendió a una Europa todavía conmocionada por la caída del Muro. Kapuscinski recorrió en tren las estepas siberianas, visitó las ruinas de los campos de represión estalinista y adivinó algunas de las claves de lo que se avecinaba.

Antes había publicado El emperador (1989), una mordaz fábula sobre el absolutismo que narraba el contraste entre el lujo de la intrigante corte del emperador de Etiopía Halie Selassie y la miserable vida de sus súbditos. Una de sus escenas describe cómo los diplomáticos soportaban con estoicismo cómo el chucho del monarca les meaba los zapatos en el salón del trono.

En los últimos años disfrutó de una dulce vejez, acunada por agasajos, charlas y galardones que alcanzaron su cenit en 2003 con el Príncipe de Asturias. Siempre recalcaba a su audiencia que sólo las buenas personas podían ser buenos periodistas. Y advertía: «Toda guerra está siempre vinculada a la mentira. Los dos bandos siempre mienten y exageran».

Como el aficionado enviado especial de Evelyn Waugh, siempre viajaba solo y siempre volvía a su destartalado ático de Varsovia, donde escribía rodeado de fotos, postales, recortes de periódico, palabras y libros en todos los idiomas. Una vez dijo que un buen reportero debía tener «un poco del entusiasmo, de la humildad, de la locura del misionero». En cierto modo, lo fue. Pero su breviario fue siempre un libro de Heródoto.

Ryszard Kapuscinski, reportero, nació en Pinsk (antes Polonia, hoy Bielorrusia) el 4 de marzo de 1932 y falleció en Varsovia el 23 de enero de 2007.

Más información en página 50

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