David Torres
Hace un par de días, los jefazos responsables del Gobierno y la Comunidad declaraban que en Madrid no existen bandas. Ayer mismo, la policía señalaba que tienen identificados a unos 1.300 jóvenes como miembros de bandas latinas. Para comprender esta sutil contradicción, tal vez habría que definir el concepto banda porque quizá la poli y los poderes fácticos estén hablando de cosas distintas. Con esa capacidad suya de llamar al pan gluten y al vino alcohol, es muy probable que los políticos se refirieran a las bandas de rock (que es verdad que en Madrid están prácticamente extinguidas), a las bandas del fútbol (que no funcionan en ninguno de los equipos capitalinos) o al arroz abanda, receta sabrosa donde las haya.
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Llevan el epígrafe de latinas pero lo cierto es que las bandas que campan por sus respetos en Madrid tienen un marchamo anglosajón que tira de espaldas. Para empezar la ropa, con pantalones anchos y caídos más allá del hemisferio del culo, gorras a contrapelo y zapatillas de marca. Para seguir, los nombres: los Latin Kings o los Dominican Don t Play que tienen de latino lo mismo que de cartaginés. Para rematar los andares y las pintas: caminan ocupando toda la acera, balanceándose al estilo de un gorila de baja estatura que se hubiese rapado al cero para apuntarse a los marines. En fin, un perfecto ejemplo de colonización cultural, tan lamentable como si un grupo de pandilleros de Chicago se dedicara a tocar la quena y a bailar sardanas.
En mi adolescencia también había bandas callejeras con sus navajas y sus códigos, su orgullo y sus bates de béisbol. Pero se llamaban la Banda del Moco o la Banda del Chino, de la que había por lo menos cuatro o cinco avatares repartidos de Vicálvaro hasta Batán y desde San Blas hasta Vallecas. El Chino, la verdad, era un misterio, porque nadie jamás vio ninguno, y bastaba que alguno de los chavales del barrio vislumbrara a un forastero con los ojos esquinados para que se corriera la voz de que al fin había aparecido Fu Manchú. Aparte del acento nasal, los pelos largos y la ideología pseudo-hippie aderezada con porros, todo era idéntico a las actuales bandas latinas: la violencia gratuita, la chulería, el analfabetismo a manta, la estupidez congénita y el miedo. Sobre todo el miedo. Miedo a quedarse aislado, a ser uno solo, a dejar de formar parte de un rebaño de borregos que, juntos, se transforman en lobos. Una banda se define por su número: uno a uno no valen nada. Estas moléculas de matón que se aglomeran bajo etiquetas yanquis no son más que el reverso tenebroso del sueño americano, la otra cara del emigrante que vive, trabaja y duerme en paz, los nietos descarriados de Colón. El elemento racista viene incorporado en la etiqueta, un racismo de ida y vuelta, tan postizo como esa gorra que llevan grapada a la cabeza.
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