Martes
En nombre de la noche
En la América hispana se pensaba que era inmortal. Nada podía callar una voz que Dios le regaló a Veracruz por ser una tierra sensual, tibia y abierta. Así es que al entierro de Toña la Negra no fue casi nadie y la gente en Caracas y en San Juan, en México y La Habana, en el Caribe todo, se encerró a lamentarse y a decir en voz alta y con grandes aspavientos: «¡Qué barbaridá, caballeroj, qué fenómeno!».
Fue en el invierno de 1982, cuando María Antonieta del Carmen Peregrino Alvarez celebraba sus primeros 70 años. Ya le había dado al continente, como remedio para la soledad y el mal de amores, una receta general de ternura que administraba a través de 75 lompleis, una presencia permanente en las programación musical de las plantas de radio, en los teatros, cabarés y en descargas íntimas de amigos.
Cantaba desde que escuchó, de niña, los primeros pájaros. Le pusieron a una gran profesora de canto y la mujer renunció a darle clases porque dijo que Toña la Negra lo supo todo siempre, que sólo tenía que abrir la boca y empezar la canción.
Actuaba en su casa, con su hermano Antonio, en un dúo acoplado y limpio, hasta que en una fiesta veracruzana a la que asistía el músico-poeta Agustín Lara, alguien le pidió a la muchacha que dijera lo suyo. En realidad, eso hacía ella, decir las canciones, dejarlas que salieran a la noche desde un sitio distante y desconocido para el que los críticos y musicólogos no hallaron rosa náutica, ni cartografía.
Toña dijo lo suyo y Lara salió de la euforia pasajera de los primeros tequilas. Poco después, comenzaron a trabajar juntos y ella se convirtió en la voz más conocida de las piezas del autor de Arráncame la vida.
Ya en 1932, Toña la Negra debutó en Ciudad de México y arrasó en el teatro Esperanza Iris y en el Politeama. Ése fue el inicio de un camino que continúa ahora con reediciones de sus versiones personalísimas de obras de los más importantes autores de aquella zona.
Grabó decenas de canciones, pero en las listas de preferencias de sus miles de admiradores, suelen estar estos títulos: Cada noche un amor, Campanitas de cristal, Noche de ronda, Oración Caribe, Solamente una vez y Vereda tropical.
Toña la Negra fue una mujer discreta que diseñó un inflexible protocolo para sus actuaciones. Se movía poco en el escenario, decía los textos con una emoción oculta, sugerida en las vibraciones de la voz. No gritaba, no daba caderazos dentro de sus amplios vestidos que parecían, a veces, anunciar a una ama de casa que se había equivocado de pasillo y estaba por error bajo las luces.
Su vida privada tampoco fue pasto de aquella todavía tímida prensa del corazón. Vivió los últimos años en un retiro casi total. Salía sólo a cumplir compromisos con amistades, con personas afines y entrañables.
El día que la noticia de su muerte recorrió América, el poeta venezolano Jesús Rosas Marcano se preguntó en un artículo: «¿Podrá el mundo seguir andando sin ella?» Pues parece que sí, aunque un poco más triste por momentos y sin dejar de quererla.
Jueves
Alguien como tú
En ciertas cárceles del mundo, los años de condena duran sólo 10 meses. Así se le cuenta el tiempo al prisionero. En diciembre, en su catre de insomnios, el hombre se quita de la cabeza dos meses y se siente ligero y más cerca de la libertad. En ese instante se olvida que cada hora encerrado tiene la duración de una semana. Siete días son 30 en el almanaque confuso y extravagante que emplaza en el techo de su celda alguien que tiene que estar bajo candado 26 años.
Ése es el caso de Víctor Rolando Arroyo, un periodista cubano de 58 años, que pasó 24 meses en esa cárcel del Guantánamo que no preocupa a los demócratas y que lleva ya otros tantos en la de San Germán, cerca de Holguín, en la zona oriental de Cuba.
A finales de 2003, los guardias guantanameros le dieron una paliza y lo mantuvieron un año en una celda de castigo. Se declaró en huelga de hambre. Enfermo, con la vida en un hilo, consiguió, después de forcejeos y trampas de las autoridades, que lo cambiaran de prisión.
Arroyo reside en la provincia de Pinar del Río, a centenares de kilómetros de donde está recluido ahora. Las visitas familiares las puede recibir cada cuatro meses y los encuentros conyugales cada cinco. Entre medicinas, y alimentos, el periodista está autorizado a que le entreguen con la visita un paquete de 35 libras, pesado adarme por adarme.
Elsa González Padrón, su esposa, cuenta que trató de contratar a un abogado que reclame un abogado para que mejoren sus condiciones de vida. Ningún letrado ha querido hasta ahora asumir ese trabajo.
En una prisión cercana, en la vecina provincia de Camagüey, otro periodista, Juan Carlos Herrera (condenado a 20 años), escuchó en silencio en su calabozo esta advertencia que le hizo el Mayor R. Salgado: «Las personas que actúan como tú pueden amanecer ahorcados o degollados en una celda».
La prensa independiente reporta todos los días episodios que evidencian el recrudecimiento de la represión contra los informadores arrestados y juzgados en los procesos circenses de la Primavera Negra de 2003.
Viernes
Foto del hispanista adolescente
No sé si cuando me vuelva a encontrar con el notable hispanista búlgaro Rumen Stoyanov, lleno ahora de medallas y títulos académicos, podremos recordar sus aventuras con el idioma español en la Escuela de Letras de La Habana y el estoicismo con que aceptó el estruendoso y agobiante humor cubano.
Ignoro cómo se podrá comunicar con sus antiguos condiscípulos. Es también un especialista en la lengua portuguesa y la cultura brasileña que escribe poemas en español y tradujo a su idioma Cien años de soledad, varias obras de Borges y Cortázar y, al menos, un par de novelas de Alejo Carpentier.
Vivió casi dos décadas en aquel continente, pero han pasado muchos años desde las clases de Literatura Universal de la profesora Camila Enríquez Ureña bajo el resplandor de la tarde. ¿Habrá salvado Stoyanov su memoria del tiempo en que se convirtió para los estudiantes criollos, el profesorado y la empleomanía en Rumén Darío, un descendiente europeo del bardo nicaragüense. Stoyanov fue un estudiante entregado y a tiempo completo. Sus compañeros lo sometían al castigo de hablar en argot habanero a toda velocidad, para demostrarle las dimensiones de su limitación con la lengua de Cervantes.
«¿Quién es el último?», preguntaba el joven búlgaro en un español impecable en la fila de la cafetería. «Etequetacatrá», respondía alguien. Stoyanov debía esperar unos minutos la traducción: «Éste que está acá atrás». Nunca sobraron más eses y sobraron más jotas en la jerga estudiantil de los aspirantes a escritores, críticos y profesores que para entablar un diálogo con el entonces joven de Sofía, que -como ha demostrado con la vida- podría desentrañar luego con su talento todas las magias del realismo y las densidades y alturas de Borges y Cortázar.
Eran los años 60, cuando ninguno de aquellos estudiantes, ni el mismo Rumen, que había leído muy bien a su falso e ilustre pariente centroamericano, sabían que, de verdad, la juventud es un divino tesoro que suele irse para no volver.