Sábado, 27 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6250.
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DAVID GISTAU

El Mundial de Alemania fue la escena de un vuelco en la jerarquía de las barras argentinas. De las más importantes en pedigrí y rapsodia, la única que no acudió para acompañar a la selección fue la de Boca: La 12. En parte porque su cúpula estaba atrapada en una maraña judicial que le impedía atravesar cualquier control de pasaportes. Pero también porque su jefe, Rafa di Zeo, famoso desde que apareció en los informativos pateando en el suelo a un hincha de Chacarita durante la batalla en las gradas de La Bombonera de marzo del 99, ha abusado tanto de la exposición mediática de primera vedette que ahora, allá donde vaya, es como si llevara encima una flecha de neón señalándole como peligro potencial.

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Así, mientras La Doce compite con el Caminito boquense como interés para el turista, mientras organiza visitas guiadas que han terminado de convertirla en una suerte de parque temático de la muchachada brava, la barra de River Plate, conocida como Los borrachos del tablón, ha asaltado la cumbre de la cadena alimenticia con una nueva hornada acaudillada por Alan Schlenker, que fue herido de bala hace cuatro años, cuando aún hacía méritos para escalar en mando, durante una emboscada en la avenida del Libertador tendida a hinchas de Nueva Chicago, y Adrián Rousseau. Éstos, apodados los yogurines por su juventud y por la afición al gimnasio -el de River lo regentan ellos con la tolerancia del club- donde esculpen tremendas musculaturas neumáticas, controlaron durante el Mundial el negocio de la reventa de entradas favorecido por la propia AFA para que los grupos se financiaran los viajes.

En Alemania, las barras compartieron una consigna de buen comportamiento que sólo se habría quebrantado en caso de jugar contra Inglaterra. Entonces, y con tal de ajustar cuentas históricas y deportivas que en el estrato popular argentino siempre estarán pendientes, habrían viajado a primera línea incluso algunos veteranos de la bronca del 86 en el estadio Azteca. Uno de ellos, por cierto, es Pistola Gámez, que por supuesto no se habría apuntado al quilombo porque en la actualidad es presidente de Vélez Sarsfield y candidato a suceder a Grondona al frente de la AFA.

También se pactó una tregua válida en suelo alemán que fue precaria desde el comienzo porque los borrachos inspiran entre las demás barras todo el odio que merece quien ejerce la hegemonía y que al final se rompió cuando elementos de Independiente y River coincidieron en un hotel de Praga y, tras constatar que estaban fuera de la jurisdicción de la tregua, se liaron a puñaladas en el mismo vestíbulo.

En el ámbito doméstico, las barras siempre se han beneficiado de una tolerancia que rozaba la patente de corso institucional. Es verdad que los dispositivos policiales fueron reduciendo los choques entre hinchadas dentro del mismo estadio. Tanto que, en los clásicos, los bravos empezaron a buscarse y a prepararse celadas los unos a los otros en los peajes de las autopistas por las que circulaban los autobuses de las hinchadas y en las estaciones de tren: en 2002, unas horas antes de que se jugara el clásico de Avellaneda, hubo un tiroteo en la estación de Banfield que le costó la vida a Fernando Acuña, un histórico de la barra de Racing. Pero, aun así, las barras han sido tuteladas, se les ha permitido financiarse con recursos como las coimas a los puestos de comida que circundan los estadios y con la contratación como servicio de seguridad en los grandes conciertos. Existía incluso un vínculo con el poder político, al que nunca le molestó contar con una suerte de infantería adecuada, por ejemplo, para reventar mítines ajenos o custodiar los propios. Las barras se sentían dueñas de sus clubes, como declaró en entrevista Rafa di Zeo: «Los dirigentes y los jugadores están de paso. Sólo nosotros permanecemos. Boca es nuestro».

Contra esta tolerancia, el fútbol argentino parece haberse conjurado ahora, en realidad por primera vez. En parte, hastiado por un ambiente que expulsa a las familias de las canchas y que incluso ha impuesto la moda de suspender con algaradas aquellos partidos cuyo resultado no satisface: en el último clásico Independiente-Racing, cuando el Rojo ganaba 2-0, la Guardia Imperial intentó asaltar las tribunas y obligó a que la tarde acabara prematuramente entre balazos de goma y una nube de gas lacrimógeno que se asentó sobre todo el graderío. Pero fue sobre todo la apretada de la barra de Gimnasia a sus propios jugadores, a los que exigían dejarse ganar por Boca para perjudicar así a Estudiantes, su enemigo íntimo, lo que impuso una voluntad de erradicación de los grupos que en los fondos se entendió como declaración de guerra. Éste será el gran duelo a seguir durante el próximo campeonato: el fútbol contra barras. Apuesten por las barras.

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