Sábado, 27 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6250.
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Perdonando demasiado al que yerra se comete injusticia con el que no yerra (Baldassare Castiglione)
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Un tendal en Varsovia
ARCADI ESPADA

Querido J:

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El día que murió Kapuscinski conocí a uno de sus maestros terrenales. Llegó a casa el libro En la España roja de Ksawery Pruszynski que, como es natural, ha editado Alba. Es un hombre del que hay muy pocas referencias en España. Adam Michnik, que también lo tiene como maestro, citó su libro en la entrega del premio Cerecedo, y una nota de la Wikipedia sobre el Hotel Florida de Madrid lo sitúa entre sus huéspedes durante la guerra, al lado de Hemingway, Dos Passos, Matthews y el último en evacuarlo, que fue O. D. Gallagher. En el prólogo del libro, que firman Kataryzna Olszewska y Sergio Trigán, se dice que Kapuscinski aprendió de su viejo colega la necesidad de proyectar sobre los hechos la cultura: «Una mirada» -dicen los prologuistas- «cargada de paralelismos históricos, de claves culturales, literarias, artísticas, sociológicas y filosóficas». No sé si lo aprendió de él, y si sólo de él. Pero, en cualquier caso, ésa fue una de las grandezas del maestro Kapuscinski: recordar al periodismo que el analfabeto no ve.

Recuerdo con inusual nitidez cómo llegó el gran Kapus a España. Lo trajo Herralde, que nos educó, a finales de los 80, después de que sus libros recorrieran las mesas de algunos agentes literarios internacionales que el editor enumera en su útil y reciente Por orden alfabético. Supongo, por lo que cuenta, que en su decisión de publicarlo influyeron también los reportajes que había escrito para la Granta de Bill Buford. Primero editó El Sha, en 1988, y un año después, El Emperador, invirtiendo el orden cronológico de la escritura. El sobresalto fue tremendo: nunca pensamos que el periodismo pudiese alcanzar semejante belleza. Hasta aquel momento, la belleza era una mina explotada, en régimen de monopolio, por la ficción. Es cierto que habíamos leído algunos textos periodísticos embellecidos, casi todos ellos pertenecientes al llamado nuevo periodismo. Pero la belleza siempre implicaba un corrimiento de tierras: cuanto más bellos, menos periodísticos. Sin embargo, en la narración sobre el hombre que en una habitación de hotel desplegaba el álbum de la dictadura del Sha, fotos, grabaciones, textos e iba adhiriéndolo lentamente y para siempre en nuestra conciencia; o bien sobre el que de noche, por los suburbios de Addis Abeba, iba en busca del servidor del Negus que limpiaba los zapatos de los embajadores durante la presentación de sus cartas credenciales en palacio (y es que el perrito del Negus se les meaba), la belleza no era decoración sobrevenida, sino que formaba parte indisoluble de la verdad. Había otro asunto, que ya estaba en Orwell, pero que era muy infrecuente: la primera persona como garantía de ¡la objetividad! El periodismo tradicional desprecia la primera persona, porque siempre prefiere que hable el mayestático, ese dios: se entiende porque a Dios no pueden pedírsele explicaciones sobre sus mentiras. En el periodismo de neones, el new journalism de Capote, Wolfe o de Thompson, la primera persona solía utilizarse para los caprichos y las mentirijillas. En ambos casos, la primera persona era una evasión. Otro decorativismo. Por el contrario, nunca entonces, leyendo a Kapuscinski, me asaltó la temible pregunta desactivadora, ¿y esto cómo lo sabe?, de toda narración veraz: en buena parte fue por el uso inteligente y cabal del yo.

Esos dos primeros libros traducidos al español son muy importantes. Y durante algún tiempo, El Emperador era mi favorito entre todos los que Anagrama fue traduciendo de él, que si no me descuento han llegado ya a 10. Hoy, sin embargo, creo que su libro cumbre es El Imperio. En realidad hay entre los dos algo más que una identificación cualitativa. El Emperador fue leído en su tiempo como una alegoría de la autocracia soviética. El Imperio es el relato libre, ya sin obligaciones alegóricas, de su demolición. En ese libro terrible fragua, a mi modo de ver, el método Kapuscinski, donde acción, conocimiento y memoria nutren una escritura precisa y delicada como un viejo reloj de manecillas. Y que como esos relojes y toda gran escritura, se oye.

Hasta la publicación de Ébano, en el año 2000, Kapuscinski fue poco conocido en España. Herralde, que no es amigo de confesiones de semejante naturaleza, me contaba que había vendido 700 ejemplares de El Emperador. A pesar de eso siguió publicándolo y acabó recogiendo los frutos. Lo realmente extraordinario y significativo es que la popularidad de Kapuscinski no vino asociada a ningún libro en especial. Coincidió, eso sí, con la traducción de Ébano, pero no creo que fuese a causa de Ébano, ni de ninguno de sus libros anteriores, todos mejores que éste. La popularidad fue el resultado de su conversión en un opinador global, ceñido a algunos temas no demasiado discutibles: la paz, la igualdad y la bondad. Sin duda tenía dotes naturales. Era un hombre muy afable y había visto mucha injusticia y mucha violencia desde aquella noche en que soldados del Ejército Rojo entraron a culatazos en su casa de Pinsk (ayer Polonia, hoy Bielorrusia), buscando sin éxito a su padre: se hubieran llevado a la madre en venganza de no mediar los gritos, manotazos y mordiscos con que la hermana pequeña la defendió, tantos que el oficial hubiera tenido que matarla, pero dijo a sus soldados ¡Pashlí!, vámonos. La vida y el oficio le habían dado dotes, y estaba también su hermosa mirada de buen tipo, y su cordialidad de corazón. La última vez lo vi en Barcelona, en un réquiem literario llamado Kosmópolis. Me pareció estar viendo, y lo peor, oyendo, a Karol Wojtyla, cercado por un grupito de jóvenes y alegres pioneros que gritaran en una suerte de polaco, ¡Doneu-me forces senyor! Para entonces ya había publicado ese anodino breviario del periodista correcto, Los cínicos no sirven para este oficio, repleto de lugares comunes y de ¡embellecedores cromados! Aunque eso aún fue antes de que en los fragmentos que componían El mundo de hoy se incluyera este párrafo desinformado e inmoral sobre la matanza del 11 de Marzo en Madrid: «Con las elecciones a las puertas, ese comando, hasta entonces completamente desconocido, a la vez que mostraba al mundo que 'todos estamos en guerra' envió una señal a la sociedad española que al cabo de tres días debía elegir a sus gobernantes. La señal fue comprendida».

Pero qué importa ese acomodamiento final, porque de un acomodamiento se trata. Las lecciones tensas y decisivas, que tanto nos ayudaron, habían sido ya dictadas. Por lo demás, la muerte le alcanzó como es preciso, partiendo por la mitad muchos proyectos, entre los que destacaba su viaje a Oceanía para seguir a Malinowski en parecidos términos a lo que hizo con Heródoto, o los innumerables retales (acumulados en muchos años) que tenía que coser en su libro sobre América Latina. Cualquier vida grande se interrumpe y no se acaba. Me figuro que esto acabarán de explicarlo los tendales de pequeñas notas aún húmedas de vida que atravesaban su elegante estudio de Varsovia. Así era, al menos, una mañana de agosto en que me resumió sus investigaciones:

- Mi principal trabajo, y el más obsesivo, ha sido el de buscar una escritura que sirviera para describir lo real.

Y que en consecuencia llevara, para decirlo con Seifert, toda la belleza del mundo.

Sigue con salud.

A.

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