Don Francisco de Quevedo estuvo por lo menos dos veces preso, una en Torre de Juan Abad y otra en San Marcos de León. En las dos deportaciones, el caballero de las espuelas de oro, renco, bolinga, putero, amancebado, llegó a la cima de su genio, mientras le atropellaban los años fugitivos y las intrigas de Madrid. En Torre de Juan Abad, donde se cosen con raíces de olivo La Mancha y Andalucía, Quevedo apenas hablaba con libros pequeños y escuchaba con sus ojos a los muertos.
No es del Quevedo senequista, estoico y perseguido del que yo quiero hablar, sino de un Quevedo que hoy resulta terriblemente embarazoso, políticamente inaguantable, socialmente indignante, y yo no diría condenable, pero según están las cosas en la corte y en la política dominante, no me extrañaría que terminaran expurgándolo. Su humor es de aniquilamiento, despiadado, cáustico; recurre a la incongruencia, al equívoco y al choque casual o intencionado de las palabras. Se divierte con los vocablos, juega con ellos, como los cómicos menores. El humor basado en juegos de voces es de menor montante y pedigrí que el basado en el absurdo, pero de mucho efecto.
Cuatro siglos después de Quevedo, dos genios del absurdo, como fueron Tip y Coll, elevaron el juego de palabras a una de las bellas artes. De Coll se recuerda aquella gran bronca en Picardías cuando los del equipo de Hermano Lobo cenaban con Fraga y Coll le dijo al camarero: «Voy a cenar codillo, codillo del Ferrol del Codillo». Fraga, entonces, entró en un delirio de cólera homérica y dando un servilletazo en la mesa, gritó: «No consiento que delante de mí se cuenten chistes ni de mi madre ni del Caudillo».
El humor y el vino se estropean en el viaje de los siglos. El mal vino y el humor sarcástico de Quevedo se han avinagrado con los años. Aunque se definía como un «tahúr» del idioma, hoy sería acusado de practicar la violencia de género, de machista, de fascista; por supuesto, también sería tachado de nacionalista español, de antisemita, de anticatalán, de homófobo, de enemigo de los médicos, «que tienen la vista asquerosa de puro pasear los ojos por orinales». Se pueden enumerar infinitos textos donde se mete despiadadamente con las mujeres, con los de la puñeta, con los marranos, con los catalanes: «Son los catalanes el ladrón de tres manos». Va más allá que Nicolás de Maquiavelo cuando habla de «l'ávara poverta di Catalogna», porque imputa a los catalanes el ser las viruelas de los reyes.
Pero Don Francisco de Quevedo recibió en vida y en destierro la respuesta de Don Luis de Góngora, al que le había llamado rey de bastos y del que se había burlado de su nariz hebrea («aún muerto es un garitero»). Por su parte, Góngora acusa de borrachos, a la vez, a Don Francisco de Quebebo y a Don Félix Lope de Beba.