Así enseñaba. El mito da la primera lección como escribiendo la letra de un bolero. Apariencia triste, pero con alegría escondida. Tengo delante a Ryszard Kazimierz Kapuscinski. Al premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2003; al «enviado de Dios», según John Le Carré; al candidato permanente al Nobel; al «mejor periodista del siglo XX» según una encuesta de la prestigiosa revista Press. Tiene 72 años, recién cumplidos. El pelo blanco, las cejas pobladas y los pasos lentos como los de un guerrero jubilado.
«Tengo poco que enseñarles», dice, mintiéndonos. Somos los privilegiados asistentes al último taller de periodismo narrativo que va a dar en su vida (a nuestro maldito pesar morirá tres años después por un cáncer). Es abril de 2004. Se encierra con nosotros por varios días en un salón de congresos de Caracas (Venezuela). Nos mira y percibe la admiración por el autor de Ébano. Su cara redonda se muestra amable. «Quiero que me digan qué quieren», sentencia. Se sienta a esperar que desnudemos nuestro yo. Toma apuntes en una libreta de lo que respondemos.
Su clase es puro lenguaje oral, sólo narra. Antes de dictarla, ha leído reportajes de cada uno de nosotros. Además, sabe por anticipado la vida de 16 periodistas llegados de distintas partes del mundo (para participar era un requisito enviarle una autobiografía). Es su estilo, no le gusta enfrentarse a nadie con desventaja.
Mira su reloj permanentemente. No como una señal de aburrimiento, sino como método de control. Lleva esa costumbre desde que comenzó su batalla personal en la zona este de Polonia. Era un niño, cuando su país fue ocupado por los nazis y tuvo que huir de su aldea, Pinsk. «Los polacos de mi generación sólo podíamos estudiar siete años en la escuela». O fallecer antes. Siempre está la muerte primero. Es la particular respuesta en sus textos. Morir como escapatoria o como consagración. «¿Morir? ¡Vivir!».
Kapuscinski padeció malaria cerebral. Pero cuenta sus historias como si las hubiera vivido días antes. Parece que escribiera un libro nuevo delante nuestro: «En una ocasión llegué a una aldea africana y me bajé a preguntar. Sin mediar palabra, me rociaron de gasolina...». Ése fue el momento más cercano a partir al vacío. Gritó unas palabras en polaco: «Una oración, un grito, no sé». Me liberaron. «Deben aprender que la civilización es el equilibrio entre su conocimiento y su ignorancia. Nunca dejen de creer en la suerte».
Hay quienes sufrieron por las historias que cuenta. Por eso le cuesta hablar de su mujer, su hija y su nieta. «Llevo dos vidas, una en Polonia, cuando estoy con ellas y escribo. Otra cuando parto». Alguna vez estuvo casi cinco años sin ver a Alicia, su esposa. «Ella es mejor que yo». Llegó tantas veces moribundo y ella tantas veces lo curó (sobrevivió a la mordedura de un escorpión, a epidemias, le volaron los dientes a culatazos, fue condenado a muerte cuatro veces...).
A veces, sólo a veces, cuando estaba en sus correrías se sentía como Rimbaud. Exiliado de su vida, escribiendo a secas, como si bebiera un whisky doble sin hielo. «Una vez, cuando estaba en pleno desierto... Las dunas danzaban. Nuestro jeep se tuvo que detener porque había una barrera. Una caseta albergaba a un soldado. Este nos apuntó con un arma. Le enseñé que tenía el visado para pasar la frontera... Inmediatamente me calló. "Eso es imposible", dijo. "¿Por qué?", le pregunté. "Porque la única frontera soy yo"».
El antepenúltimo día de clases está serio. El director de la Fundación por el Nuevo Periodismo -la entidad creada por Gabriel García Márquez es la organizadora del taller- lo secunda en el ánimo. Exige que le interroguemos.
-¿Cuál es la clave del periodista? -pregunta un colega.
-Tener buena salud -responde sin tragar saliva- así se puede ir a cualquier lugar, perseguir a cualquier personaje... Y, no ser suicidas. Jamás.
Sus frases lo hacen parecer un rebelde contemporáneo. Sin embargo, en su vida cotidiana es un anacronismo. Para comunicarse con él hay que utilizar el correo convencional. Responde todas las cartas, al menos un par de líneas. En su austero piso de Varsovia (Polonia), no utiliza internet. Su única arma es una máquina de escribir. Ni siquiera emplea grabadoras. Rechaza las citas textuales. «Sólo sirven para interrumpir la prosa».
-¿Debemos creer en los códigos de ética y de estilo?
-Nunca responden a las situaciones reales de nuestro trabajo diario. El único código válido es el del corazón.
Como colofón, cuando las clases habían terminado, nos citamos en una discoteca en la periferia de la ciudad. Ya no es el profesor que guía. Es un hombre que mira a sus alumnos bailar. Las venas de sus ojos están irritadas. El pelo anárquico le da un aura. La permanente mueca de alegría revela que ha vivido lo que ha querido (27 guerras, más de 60 países). Se dirige a la pista de baile y observa. Opta por despedirse rápido, acariciando las manos de los que se quedan. Después, en un arranque de espontaneidad, nos abraza uno a uno y, susurrando, da las gracias por haberlo escuchado. «No olviden», dice como si fuera su epitafio. Se va pronto. Va como persiguiendo su estela. Tras él, una mulata se contonea, desbordada por la música. El maestro se aleja con su propio ritmo. A luchar su propia guerra; desconocida, maldita, silente. / MARTIN MUCHA
CLAVES
EL VIAJERO PERENNE
Nació en 1932, en Pinsk, Polonia / Cubrió 27 guerras / Publicó 27 libros, entre ellos «Ébano», «El imperio» y «Las guerras del fútbol» / Una encuesta de la revista «Press» lo nombró el «mejor periodista del siglo XX» / Ganó el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2003 / Murió el martes 23 de enero en su modesta casa de Varsovia.