Domingo, 28 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6251.
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'ODISEAS'
Rachid, el niño polizón del Estrecho
Un chico marroquí cuenta la sacrificada aventura que lo llevó a intentar emigrar a España oculto en camiones desde los 13 años en busca de un futuro mejor
EDUARDO DEL CAMPO

La larga travesía de Africa de un músico camerunés hasta Melilla, el sueño de amor de una apátrida rusa, un locutor colombiano sentenciado a muerte, una española en la cadena de montaje alemana y mil historias más... Fruto de cinco años de trabajo en EL MUNDO y muchos viajes, el periodista Eduardo del Campo ofrece ahora en el libro ODISEAS. Al otro lado de la frontera: historias de la inmigración en España, publicado por la Fundación José Manuel Lara y que llega a las librerías este martes, un panorama exhaustivo de las migraciones, trenzando datos, análisis y fotos con el hilo conductor de los testimonios de varios inmigrantes cuyas personales odiseas para llegar a Europa hacen de ellos los verdaderos Ulises del siglo XXI. Damos aquí un adelanto.

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- ¿Tú otra vez? La próxima que te cojamos escondiéndote en un camión, en lugar de tres días en el calabozo vas a la cárcel un año. ¿Te enteras?

- Es que no tengo para comer...

- ¡Pues vete a tu casa y búscate la vida, muchacho, pero no vayas a Europa! ¡No vuelvas por aquí!

- Está bien, está bien, no volveré.

Y a la semana siguiente estaba otra vez en el puerto de Tánger. Intenté ir de Marruecos a Europa escondido en camiones de mercancías treinta o cuarenta veces. Siempre me detenían, y siempre volvía a probar suerte. Me han detenido en Casablanca, en Rabat, en Tetuán, en Larache, en Kenitra. Me han pegado muchas veces. Pero si los policías eran simpáticos, a veces me daban dinero para el autobús, como tres euros, y me decían, «anda, vete a casa». Luego yo, en vez de darme la vuelta, usaba ese dinero para seguir adelante. Teníamos una idea fija, irnos de Marruecos, y ya no podíamos quitárnosla de la cabeza.

Soy de Salé, la ciudad que está junto a Rabat, la capital de Marruecos. Yo vivía con mi familia en una casa bonita de dos plantas, en el barrio de Al-Arrahma. Mi padre se llama Mohamed y tiene más de 50 años, y mi madre, Drissia, algo menos de 50. Él trabaja vendiendo ropa en mercadillos callejeros, cada día en un sitio distinto, siete días a la semana. Soy el quinto de siete hermanos.

Estudié en una escuela coránica, en el barrio de Ain-Frugui. Allí estudiaba matemáticas, árabe clásico y el Corán. Me lo sé de memoria. Aprendía cómo hacer el Ramadán, a dirigir los rezos, a practicar la caridad con los pobres. Iba de sábado a jueves. Me gustaba mucho. Pero a los 12 años empezó a irme mal en los estudios. No quería ir al colegio. Estaba preocupado. Mi padre no tenía dinero para comprarme ropa, para darme de comer bien. Pensaba todo el tiempo que mis padres no podían darme un buen futuro y tenía que irme para buscarlo yo solo. Veía que había niños y mayores que iban a Europa y ganaban dinero para ayudar a sus familiares, y yo quería hacer lo mismo. Así que dejé las clases para ponerme a trabajar.

A las cinco de la mañana me iba al mercado central, el zoco Yemla, a buscar trabajo para ese día, descargando camiones de frutas y verduras y ayudando a los dueños de los puestos a barrer o llevar cajas en la carretilla. Por un día entero ayudando a un comerciante, te da 30 ó 35 dirhams, unos tres euros, si eres un niño, y si eres mayor 60, un sueldo que está muy bien. Si yo hubiera tenido mil euros, me habría ido en patera, como hacen muchos niños ahora en Marruecos. El padre sólo tiene que pagar al patrón y al día siguiente están aquí.

Lo único que sabía de España era lo que nos contaba a los chicos cuando venía de vacaciones un vecino, Abderramak.

- Allí trabajas, y te pagan al final de mes, no como aquí. ¡Se vive muy bien! Y a los chicos que emigran solos, los llevan a centros de acogida.

Cerca de mi barrio está el polígono de Ait-Senai, lleno de fábricas dedicadas a la exportación de ropa. Todos los niños pobres que quieren ir a Europa van a este sitio. Pero somos muchos. Los conductores tienen miedo de que nos subamos y llevan pistolas o palos en la cabina. Hay que esperar horas a que el camionero se baje para ir al baño o a comprar. O distraer su atención. Entonces, abrimos la compuerta, unos se meten dentro y a otro le toca cerrar desde fuera para que no se note. Si no hay candado, se abre el cierre con las manos y ya está. Si no, usamos un martillo y una llave inglesa para forzarlo, pero de manera que no se rompa, para que no nos descubran. Si el camión está en movimiento, nos sujetamos con una mano a las barras de la puerta trasera y con la otra abrimos el cerrojo, en marcha, o nos agarramos con el cinturón al hierro y así tenemos las manos libres para maniobrar sin caernos.

Llevamos siempre una mochila cada uno con una botella de agua, un bocadillo y caramelos, que tienen azúcar y te sientan bien. Y hacemos pipí y caca en bolsas de plástico. Luego las cerramos y la metemos en alguna caja vacía, para que no huela mal.

Han muerto muchos chicos en los camiones. Una noche, cuando yo tenía 13 ó 14 años, nos subimos a un camión 25 ó 30 chicos, agarrados unos a otros en la parte de atrás a las barras verticales de las puertas. Habíamos visto que era un camión europeo y no tenía candado. Por eso queríamos entrar todos. Yo estaba agarrado en la parte alta de las barras, y por debajo había más chicos que nos decían «¡subid arriba, subid arriba!», para que les dejáramos sitio. Eran las 11 o las 12 de la noche, estaba lloviendo y hacía frío. No se veía nada. El camión iba muy rápido y nos íbamos a caer. Entonces un amigo de mi barrio, Mohamed, que tenía 15 ó 16 años, subió al techo del remolque. Iba andando hacia al otro lado para desconectar los cables de la cabina y que el camión se parara. Pero, como era de noche, no vio que había un cable de teléfonos que cruzaba la carretera. El cable le dio en el cuello y Mohamed cayó hacia atrás y se dio con la cara en el asfalto.

En la caída, Mohamed tiró con el cuerpo a la carretera a un amigo llamado Ibrahim que estaba detrás de él. El camionero tenía que saber que habían caído dos niños, porque hicimos mucho ruido y golpeamos el remolque para que parase. Pero no paró. Uno de nosotros subió por el remolque y consiguió llegar a los cables del otro lado y arrancarlos. El camionero tenía treinta y pocos años, era europeo y estaba bebido. Le explicamos con las manos lo que había pasado. El hombre no sabía dónde estaba y no sabía poner los cables otra vez para irse. Se lo arreglamos en cinco minutos y nos dio comida. Luego se fue, sin más. Mohamed había muerto. Ibrahim tenía fracturas en cuello, piernas y brazos. Le dimos al hospital de Tánger la matrícula del camión, pero no pasó nada. Los chicos llorábamos.

Después de haber visto morir a Mohamed, pensé, «no lo vuelvo a hacer más». Volví con el carrito al mercado, pero otra vez me quedé sin dinero, no podía comer y vestir bien, y entonces pensé: «Voy de nuevo, y si me muero, ya está». Y regresé a la carretera.

Cada vez pasaba más tiempo fuera de casa. Cuando ganaba un poco de dinero en el mercado de Salé, me iba a Tánger y alquilaba una habitación con más chicos, para esperar allí, cerca del puerto, la oportunidad de meterme en un camión. Pagábamos unos 10 euros cada uno al mes por compartir una habitación entre cinco. Sólo salía para ir al semáforo que llamamos el «stop de Rabat», porque está a la entrada de Tánger, en la carretera que viene de la capital. Es el primer semáforo donde se detienen los camiones al entrar en la ciudad y antes de dirigirse al puerto, que está a unos cinco kilómetros. Nos pasamos la vida allí, de día y de noche.

Con Abderrahim, Ibrahim (no el del accidente) y Abderramán pasamos seis días juntos intentando meternos en algún camión, sin suerte. Pero el séptimo día, que era viernes, me dijeron que preferían quedarse en la habitación. Estaba lloviendo y era muy temprano. «Mañana iremos». Yo me levantaba el primero, a las cinco de la mañana, para rezar. Luego desayunaba y preparaba un té. Ese día hice lo mismo, pero salí solo de casa.

Como era muy temprano y llovía, había pocos chicos esperando entre los árboles del parque a que apareciera un camión camino del puerto. Al poco rato, llegó uno. Mientras esperaba en el semáforo, me subí corriendo a la puerta de atrás con otros chicos. No tenía candado, sólo una bola de cierre que desenrosqué con una llave del 17 que llevaba en mi mochila. Estaba muy dura. Cuando abrí la puerta, nos metimos dentro un chico mayor, de 24 años, y yo. Le di la bola del cierre a un amigo para que volviera a enroscarla desde fuera, como yo había hecho otras veces con los demás.

Todo esto lo hicimos subidos a la puerta y con el camión en marcha. Había cuatro o cinco semáforos hasta llegar al puerto, y conseguí abrir la puerta en el penúltimo. Al pasar junto a la estación de autobuses, nos vio un policía manipulando el cerrojo y nos silbó para que bajáramos, pero el semáforo se puso en verde, el camión arrancó, y el policía sólo corrió un poco y se volvió a su sitio. Logré abrir la puerta muy cerca del puerto. Si hubiera tardado un poco más, nos habrían atrapado. Metimos los pies en una caja de ropa y con otra nos tapamos la cabeza. En el puerto, un agente entró en el remolque para registrarlo. Subió, miró y gritó:

- ¡No hay nadie!

No hay un día como ése. Es único en la vida. Después de cinco años intentando llegar a Europa, estaba a punto de conseguirlo, con 16. En esa hora de miedo, yo me puse a recitar en voz baja el Corán. Recuerdo que recé con las manos extendidas y en medio de la oscuridad una sura muy especial, aquélla en la que el profeta Mahoma ha huido de La Meca y está escondido en una gruta con su compañero Abubaker, mientras los idólatras los buscan para matarlos. Mi amigo también rezaba a su manera.

- Dios, ayúdanos, somos pobres...

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