SANTOS SANZ VILLANUEVA
Ha tenido Claudio Guillén una larga y fecunda vida, que repartió, sobre todo, entre la docencia y la escritura. Gran parte de esta actividad está marcada por la experiencia del exilio, que conoció desde la adolescencia, cuando acompañó a su padre, el poeta Jorge Guillén, al forzado destierro en Estados Unidos. El propio Claudio Guillén contaba con gratitud y nostalgia el ambiente culto familiar donde frecuentó a escritores y profesores, bastantes del círculo paterno de la diáspora republicana, que despertaron su interés por las letras. Y a las letras se dedicó dentro de una especialidad muy concreta: la literatura comparada.
No es ocioso recordar esta anécdota. Ese ambiente y el medio de su formación, nada localista y menos castizo, explican la firme entrega a esa disciplina, que en España era poco cultivada y que incluso administrativamente no tenía un espacio propio, pues la rutina reducía aquí la Literatura Comparada a un apéndice de las cátedras de Lingüística General. Hoy, por suerte y en justicia, tiene ya la categoría de área de conocimiento, dicho con la jerga oficial. Y esto se debe no sólo a él, pero sí en buena medida al impulso que dio a la independencia de estos estudios desde su regreso para establecerse en España en 1982.
Había hecho Claudio Guillén una fructífera labor como comparatista en campus americanos muy prestigiosos, y su retorno abrió una posibilidad de aprovechar sus conocimientos. Con este ánimo, el recordado filólogo y académico Domingo Ynduráin intentó incorporarle a la Complutense por un resquicio legal del momento. El corporativismo lo impidió y se benefició la Pompeu Fabra de Barcelona.
Su presencia era muy estimulante porque traía una convicción entre nosotros no habitual. Guillén tiene una mirada comprensiva del fenómeno literario que le hace rechazar el nacionalismo de origen decimonónico como guía para la explicación de la historia literaria. Él postulaba un sentido dinámico de la literatura, que hundía sus raíces en la clasicidad grecolatina y se difundía más allá de las fronteras nacionales. «Si supieras», dice a un imaginario lector, «lo que me cuesta situar un tema español exclusivamente en el ámbito de España». Guillén entendía la literatura -si se me permite la ligereza- en un solo país.
Los ensayos de Guillén abarcan una gran cantidad de temas y motivos, versan sobre géneros y formas, y practica una rica confluencia de enfoques. En ellos conviven la teoría y la historia, y, además, revelan un fecundo eclecticismo en sus planteamientos. Frente a quienes se refugian en una escuela cerrada, conciliaba historia y estructuralismo sin renegar de la estilística en boga en sus años mozos. No fue un frío estudioso del pasado clásico y tenía vivo interés por la actualidad. Escribió también sentidos ensayos inspirados en la vivencia del exilio. Y la tinta todavía fresca de De leyendas y lecciones habla, al lado de Galdós o Clarín, de gentes cercanas como Nieva, Luis Goytisolo, Luis Mateo Díez, Muñoz Molina o Marías. Tampoco era frío ni rutinario en su prosa: sus páginas corren con la envidiable fluidez que viene de una clara voluntad de estilo.
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