«Animo, yo ya no lo haré, pero usted es aún joven». Compartíamos mesa Claudio Guillén, George Steiner, Javier Marías y yo. El rincón tranquilo del restaurante permitía que la charla caminase más allá de lo profesional, tropezase en anécdotas y recayera en proyectos y deseos.
Ambos maestros demostraban una clara complicidad que tal vez viniera de saberse nacidos en París o del origen de los apellidos Steiner y Cohen, éste el de Germaine, la madre de Claudio. Ante una duda expresada por Guillén, Steiner, con una amplia sonrisa enmarcada por las arrugas, lo animó diciéndole: «Animo, yo ya no lo haré, pero usted es aún joven». Marías y yo cruzamos una rápida mirada silenciosa, que habría debido proclamar el asombro. Steiner (1929) era cinco años más joven que Guillén (1924).
Pero a mí no me extrañó, pues yo lo había conocido de niño. No porque mi edad nos hubiese permitido jugar juntos, sino porque había llegado a mí en una página de Juan Ramón Jiménez, Teresa y Claudio Guillén, recogida en Por el cristal amarillo. En ella, Teresa «le dice a su hermanito Claudio, que sin duda le sonríe permanentemente con su carita tostada y oro de buen Murillo, niño español: Vamos a azuztar a Juan Ramooónnn...».
Fue en 1985 cuando se me convirtió en el gran profesor, cuando conseguí hacerme en Estados Unidos con un libro que se citaba casi misteriosamente, Literature as System, una colección de ensayos sobre teoría de la Historia literaria que Claudio Guillén publicó en revistas desde 1957 y que llevó a un volumen en la Universidad de Princeton, donde enseñó, allá por 1971.
Fascinado por la revisión de los acercamientos estilísticos que representaba, entre otros, el ensayo Stylistics of Silence, con el que yo no podía sino estar de acuerdo -puesto que partía de dos de mis maestros, Dámaso Alonso y Jean Pierre Richard-, invité a Claudio a visitar de nuevo Sevilla y, allí, junto a Manuel Angel Vázquez Medel, intenté convencerlo para que nos dejase traducir su libro. Sólo años más tarde incorporó parte de aquella obra a Teorías de la historia literaria, tal vez porque se sentía distante de bastantes de sus páginas y preocupado ya, después de su regreso a España, por establecer unas bases teóricas sólidas para los nuevos estudios españoles de literatura comparada.
Recuerdo los largos paseos por la estrecha Sevilla de sus siete a 12 años. Como Cernuda, juntos pegamos el oído en la pared de la calle Acetres por si aún sonaban los ecos del piano de Turina, juntos conversamos sobre los amigos andaluces que conociera en la casa paterna. Pero también me animaba a leer a Paul de Man, limitaba el alcance de la noción de estructura y me reprendía porque olvidase mi formación europea a la hora de contemplar la literatura española.
Probablemente, ahí resida la importancia de Claudio Guillén para los actuales estudios españoles de literatura. Más allá de sus análisis concretos y magistrales sobre temas del primer Siglo de Oro, ha puesto sobre la mesa la necesidad de una visión europeísta, por no decir mundial, de nuestra literatura, huyendo de provincianismos y de la obsesión por las fuentes contempladas, como la iconografía llameante del Espíritu Santo, colocando las obras en series que superan fronteras y lenguas, sabiendo, tal vez por su adolescencia exiliada, que la literatura puede constituir una patria.
Y todo ello dicho y hecho con empuje, con entusiasmo, con el afán de sentirse siempre en el alba del trabajo, con una mirada sabia pero que nunca le alejará de esa carita tostada y oro de buen Murillo, de niño español, con que me lo había presentado Juan Ramón Jiménez.
Jorge Urrutia es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director académico del Instituto Cervantes.