Lunes, 29 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6252.
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 OPINION
Obituario / CLAUDIO GUILLÉN
La elegante trashumancia de un sabio
Eminencia de la Literatura Comparada, su pasión fue buscar la armonía entre culturas
ANTONIO LUCAS

Su elegancia estaba en vivir como un trashumante del saber, lúcido y errático por los pabellones de la literatura. Pertenecía a la elite republicana del destierro, a la segunda generación del exilio, la de aquellos que no sintieron el desarraigo porque en la adolescencia todavía no se tiene un concepto claro de país y la única patria es una madre cerca. Nació en París, en 1924. Era hijo de Jorge Guillén, uno de los poetas más hondos de la Generación del 27. Llegó a España en la cuna y se desvelaba en las madrugadas escuchando recitar poemas a los amigos de su padre: Juan Ramón Jiménez, Lorca, Alberti... De aquella infancia mecida por versos de vanguardia le quedó una curiosidad implacable por la literatura, por el idioma, por el secreto de los signos que habitan las palabras.

Y así ha estado toda la vida hasta el pasado sábado, cuando murió repentinamente a los 82 años mientras veía en su casa la Reina de Africa con la noche encima. Con él se ha parado en seco una de las más fértiles herencias intelectuales del siglo XX. Claudio Guillén ha sido un sabio con ganas de más saber, por eso se volcó en la Literatura Comparada, que es una forma de pasear por todas las literaturas, por todas las iluminaciones que dan los idiomas sucesivos. Cuando terminó la Guerra Civil y España se hundía en un cieno de tragedia irremediable, comenzó el largo exilio junto a sus padres. Tenía 15 años y París los acogió de nuevo. Por entonces ya empezaba a curiosear en los porqués de la poesía, en el panal de las letras.

De la juventud en Francia le quedó un sólido compromiso cívico que le llevó entre 1943 y 1946 a alistarse voluntario en las Fuerzas Francesas del general De Gaulle durante la Segunda Guerra Mundial, destinado en Africa y en el frente del este de Francia, en donde también estuvo exiliado durante el avance de las tropas aliadas. No eran buenos tiempos para la lírica, pero Claudio Guillén, el hijo del poeta puro, seguía fiel a su vocación de conocer latitudes literarias, que eran para él la región más respirable, la provincia universal de todas las culturas rozándose, colisionando felizmente.

De Francia pasó a Alemania con un lectorado en la Universidad de Colonia. Empezaba 1950. Allí comenzó su tesis doctoral y en uno de sus primeros viajes a España después de tomar la agria vía del destierro conoció a Josep Pla, quien le introdujo en la literatura catalana. El viejo Pla, con la pava del cigarro pegada al labio, le abrió otro mapamundi de mil sendas donde seguir buscando conexiones de escritura. Por entonces, Guillén se perfilaba como un comparatista con grandes preguntas en gestación, sin temor ni ambigüedad frente a las teorías reumáticas que entienden un idioma y sus libros como un ámbar de cosas inmutables. En sus años alemanes entendió que la Literatura Comparada requería tanto del conocimiento profundo como de la intuición. «Mi disciplina es el estudio de la cultura sin diques más allá -o más acá- de las diferencias lingüísticas y nacionales», decía.

Después de la aventura europea saltó a EEUU acumulando conocimientos y sospechando armonías, buscando sentido a esta globalización de palabras escritas como quien observa el mundo en panavisión, ajeno a fuertes y fronteras. Fue catedrático en las universidades de San Diego, California (1965-1976), Princeton y Harvard (1978-1985), donde dirigió durante años el departamento de Literatura Comparada y fue nombrado profesor emérito. Allí llegó a la conclusión de que el hombre es un ser precario aunque venido a más por la esperanza que le abre el lenguaje.

Algunas de sus teorías más sagaces las fue volcando en conferencias y libros, como Literature as System (1971), Teorías de la Historia Literaria (1989), Múltiples moradas (1998), por el que recibió el Premio Nacional de Ensayo, y De leyendas y lecciones (2006), el último de sus títulos. Todos ellos recogen las huellas de las travesía de Claudio Guillén por las distintas lenguas y tradiciones literarias que iba conectando, armonizando, hasta encontrarles otro miradero por el que entrar y entenderlas, una balconada de luz capaz de emparentar la pornografía renacentista del Aretino con la prolijidad verbal y satírica de Shakespeare en Enrique IV, y de ahí a lo más dispar o lo más actual: el estudio de la escritura de Nieva, Luis Goytisolo, Muñoz Molina o Marías.

Regresó a España en 1982. Llegó como vienen los que siempre se sienten extranjeros. Porque el que vuelve del exilio a su país encuentra siempre un destiempo, como decía Borges. «Se encuentra uno en principio como expulsado del presente, e incluso del futuro», afirmó.

Fue catedrático extraordinario de Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona, inaugurando una disciplina académica que se introducía aquí por vez primera. Continuó trabajando en su alambre de idiomas asumidos (francés, alemán, inglés, italiano, español...), intuyendo que todo es uno y múltiple. El 21 de marzo de 2002 salió elegido miembro de la Real Academia Española, donde ocupó el sillón «m». Y entretanto le dio tiempo a dirigir la colección Clásicos de Alfaguara, la de Escritores de América, de Anaya y Muchnik, y desde 1998 la colección prestigiosa Biblioteca de Literatura Universal de Espasa Calpe. Tenía proyectos, muchos proyectos en marcha. Sabio vital y elegante, siempre de paso, siempre un poco extranjero.

Claudio Guillén, catedrático de Literatura Comparada, escritor y académico, nació en París en 1924 y falleció el 27 de enero de 2007 en Madrid.

Más información en páginas 48 y 49

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