Miércoles, 31 de enero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6254.
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DECADENCIAS
Un derrotado: Bernardo Clariana
LUIS ANTONIO DE VILLENA

No hace falta recurrir a Leonard Cohen y a aquella novela suya que fue tan famosa, Los hermosos perdedores, para comprender y asentir a la tan japonesa virtud de la derrota. Digo japonesa porque pocos pueblos habrán pensado tanto en lo que la derrota significa y en lo que hay que hacer si llega, como el Japón tradicional. Otro libro fascinante (no sé si traducido al español): Ivan Morris: The Nobility of Failure (1975). En él cita el haiku de despedida que hizo un kamikaze en la II Guerra Mundial: «Si pudiésemos caer/ como las flores del cerezo en primavera,/ tan luminosas, tan puras...». Que puede haber nobleza y honor en el vencido siempre lo han sabido, asimismo, los estrategas y héroes más grandes.

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Nuestra desoladora Guerra Civil está llena de nobles vencidos. Entre tantos, uno muy notable, ha pasado hasta hoy casi desapercibido: el valenciano Bernardo Clariana (1912-1962). Quizás -a qué no decirlo- por su temprana muerte. Antes de la guerra fue sólo un latinista que publicó poemas modernos y artículos -comparando a Tibulo con Garcilaso, por ejemplo- en diferentes periódicos y revistas. La guerra (con cuanto asimismo conllevó de múltiple tragedia personal) despertó su civismo republicano y su poesía. Amigo de Dieste y Gil-Albert en Hora de España. El exilio luego: para él arduo y en lucha. Un año en Francia, otro en Santo Domingo, dos más en Cuba (donde publicó en las principales revistas) y después -y casi hasta su muerte en Francia- en EEUU. No era ya comunista, pero tampoco franquista ni nada parecido. Al fallarle las insignias -no las ideas- volvió al humanismo. Llegó a publicar sólo dos libros de poemas y una plaquette. Baste decir que su primer poemario, Ardiente desnacer (1943) lleva un hermoso prólogo de María Zambrano. Y el segundo, Arco ciego (1952) -muestra de su profunda crisis existencial, en el Nueva York más pobre-, se abre con una décima (Río verde) que le hizo Jorge Guillén.

Bernardo Clariana no es un poeta de primera fila -hay muy pocos- pero sí un muy notable poeta menor, con quien fue adversa la fortuna. Leerlo e imaginarlo conforta y llena de tristeza. Un joven lleno de promesa, calidad y talento, que no llegó a donde quiso (¿y cuántos llegan bien?) pero que hizo una más que notable obra corta. Muy lejos de merecer olvido. En edición de Manuel Aznar Soler y Victoria María Sueiro, la Institución Alfonso el Magnánimo de Valencia acaba de publicar su Poesía completa. Sé que la distribución no es buena. Pero es un delicioso, hondo y añorante placer encontrarse con tipos como Bernardo Clariana, cuando tanta vulgaridad nos circunda. Por desdicha los editores no han incluido sus muy bellas traducciones de Catulo, que publicó en Nueva York (Las Américas Publishing Company) en 1954. Mi amiga María Vela -aunque no nos veamos te sigo queriendo- me regaló ese bello tomo, ilustrado por su padre el gran Vela Zanetti, cuando ambos (sobre todo ella) éramos jóvenes y hermosos.

A María le debo, pues, mi primer encuentro con Bernardo Clariana. Un derrotado que murió ahogado en la Costa Azul -por ahí cayó Garcilaso- sin arriar bandera. Mi sangre, huésped de marchitas rosas,/ vecina del invierno desespera/ esperando pasar de olvido a muerte.

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