Antonio Lucas
La otra noche, bajando por el desfiladero extravagante de la Gran Vía, acampaba en los soportales una pléyade de vagabundos con ojos de lechuza que siempre está ahí, aunque nunca son los mismos. Huían del argot del frío bajo el cartonaje, dejando ver de Madrid sus hondas cotas de miseria. Ellos, como el dandy que fue Cocteau, pertenecen a la raza de los acusados, y yo no entiendo bien por qué.
No hace mucho, en el paso subterráneo que conecta una punta y otra de la plaza de Colón hacían ateneo un puñado de sin techo que pasaban las mañanas leyendo unos libros cojonudos que luego ponían en común, cuando llegaba la helada en la tarde del invierno y se calentaban las manos con la brasa de un cigarro para cinco. Alguna vez alcancé a ver varios de los títulos, aunque sólo recuerdo uno: Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier. Estos hombres desengañados del dogmatismo del tiempo mostraban más curiosidad por la vida que toda la reata de políticos que llenan sus discursos de viejas soflamas gastadas y cosas que suenan a viejas porque ya no hay mucho para creer.
Las metrópolis y sus ayuntamientos tienen miedo al paisaje de los pobres porque es la denuncia de que algo no va bien en la charca de su feudo, o menos bien de lo que cantan los anuncios de rebajas y las multitudes sincronizadas que entran y salen a cada rato de El Corte Inglés. Un pobre es un déficit, un saldo negativo en el entusiasmo próspero y ficticio de los números municipales, así que Gallardón, después de aparcar la cuadriga en un socavón de la M-30, que son sus olimpiadas de cemento tras el fracaso de la candidatura olímpica, se pone a contar vagabundos en la plaza de Pontejos, donde van a echarse un agua vieja de esa fuente antes de que caguen dentro las palomas.
En Madrid hay menos desahuciados que pisos vacíos. Esto no sé bien qué quiere decir, pero es una estadística que afea cuando se hacen las cuentas y salen más delincuentes en el perímetro obsceno de la construcción que en las colas de los albergues. Cuando esta gente (a los que mesnadas de ultras pegan fuego algunas noches) se dejan ver por las cunetas de la ciudad, la politiquería se espanta. Sin embargo, nunca cambia el gesto al comprobar lo que abulta en manos de unos pocos: el dinero oleaginoso de la corrupción, del narcotráfico consentido, de las recalificaciones ilícitas, o de todo a la vez, que en tantos casos es lo mismo.
Al menos entre los vagabundos existe una gloria de hombre libre, una integridad de perdedor a la intemperie. Algunos pasan las mañanas en un subterráneo de Colón leyendo libros cojonudos, ya digo, haciendo en la calle su cátedra de letras y regándose el corazón a solas con chorros del tetrabrik. No le importan a casi nadie, lo saben. No votan y eso los hace invisibles en el censo de los vivos. Por eso desconfían de concejales con alma de lavandería que sólo buscan la foto y luego se olvidan de dejar parné.
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