Sábado, 3 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6257.
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UN ICONO DE LA MODERNIDAD / La Fundación Juan March reúne en una exposición casi 100 obras del artista estadounidense / «Era un tipo disciplinado y feliz si estaba en su estudio escuchando jazz», dice su viuda en Madrid
Roy Lichtenstein, el virrey irónico del pop
ANTONIO LUCAS

MADRID.- A Nueva York llegó el pop como una vanguardia a deshora, cuando ya se había cerrado el chiringuito vanguardista en Europa y el expresionismo abstracto se arracimaba en la hornacida de los museos como una reliquia caliente y prematura. En ese tiempo entre dos tiempos, Roy Lichtenstein aparcó su moto fluorescente en el SoHo y se sacó de las alforjas un grito que no quiere decir nada pero en los años 60 lo inauguró casi todo: «Whaam!». Lo estampó en un cuadro hoy mítico y tomó lugar en la escena del arte contemporáneo.

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Era una forma de echar el cierre al paisaje angustiado que trajeron Rothko, Pollock, De Kooning y toda aquella generación anterior que pintaba a dentelladas y acabaron colgados de las paredes de los bancos donde antes, por fuera, habían meado. Ante la solemnidad precedente, Lichtenstein (Nueva York, 1923-1997) encontró en Popeye y en Mickey Mouse una filosofía urgente que tenía en el cómic y la televisión su vaticano, en la frivolidad su biblia y en la cultura de masas su fe ciega.

Es artista de un momento muy concreto al que ahora mira la Fundación Juan March de Madrid en una exposición amplia, bien estructurada y generosa en el número de piezas, casi 100, abierta hasta el 20 de mayo. Una muestra necesariamente más completa que aquella de 1983, cuando la March trajo a España por vez primera su obra, cuando el pop aún era un modelo erguido.

En esta ocasión, bajo el título Roy Lichtenstein. De principio a fin, los responsables del nuevo desembarco madrileño, Jack Cowart (director de la fundación del artista) y Manuel Fontán (responsable de exposiciones de la March) han querido dar una perspectiva del trabajo plural y más abierta de este pintor y escultor.

Lichtenstein, junto a Warhol -el hombre orquesta del pop-, puso el catalejo más acá de los abismos del alma y escogió un camino opuesto: su contemplación se detuvo en las viñetas, en una lavadora, en un almanaque, en los ojos de un enchufe, hasta coformar un bodegón de banalidades o una ferretería enfática de cosas domésticas. Y así propuso otra manera de hacer y entender el arte, con colorines industriales donde Duchamp había puesto (mucho antes) el blanco y negro del ajedrez.

Su trabajo es como una gran cartelería irónica, una risa contracultural -«el día que falte tengo la intención de donar mi alma a la ciencia», decía-, una movida reactivada con ingredientes de supermercado. Necesaria también como salida de emergencia de unos años de búsqueda en los que la pintura cargó pilas. Lichtenstein vino a sitiar la modernidad con una ráfaga de héroes de tebeo, libando por igual de los anuncios que de Matisse, Picasso o Mondrian.

«El arte pop es muy elaborado», explica Cowart. «No es tan espontáneo como puede parecer, sino que es el fruto de un trabajo muy delicado, muy exigente. Así lo he visto después de los años que estuve cerca de Roy. Por eso hemos querido ofrecer una selección de distintos trabajos de Lichtenstein, desde sus cuadernos, bocetos y collages hasta sus obras más reconocibles. De esta manera se puede entender la minuciosidad y el esfuerzo siempre alerta de su proceso creativo».

Pero no sólo está aquí ese artista capaz de descontextualizar al Pato Donald o a Tintín -algunos de los iconos que pasean por la exposición-, sino también el hombre que intentaba escapar (ya en los años 80) de sus propias reglas con una serie de cuadros de voluntad pretendidamente informalista, donde el brochazo serigráfico toma fuerza y se hace faro de una cálida e irónica abstracción, que también la hubo.

«Pintaba el día entero»

La forma de trabajo de Lichtenstein siempre fue la misma, explica su viuda, Dorothy. «Era un tipo curioso hacia todo, aunque especialmente le interesaba la ciencia. Siempre fue tremendamente disciplinado. Pintaba el día entero y era feliz en el estudio escuchando música, sobre todo a Charlie Parker y bebop. Jazz, siempre jazz».

Sembró los años 60 de una iconografía difícilmente repetible. Tenía por laboratorio la cotidianeidad y levantó un mundo de cosas sencillas entre el merchandising y la celebración. Le dio forma y nombre a una de las esquinas del pop. Y todo empezó con un «Whaam!» incrustado en uno de sus más conocidos dípticos, aquel grito de guerra que no significa nada pero puso el arte de nuevo a dudar. Algo de eso dijo en uno de sus poemas, inéditos en España y publicados también por la Fundación Juan March: «Los caminos del arte son evidentes, pero están ocultos».

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