Sábado, 3 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6257.
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 CULTURA
DIARIO LIBRE
Y el sensualismo de Brasil se hizo verso modernista
RAUL RIVERO

Manuel Bandeira se apoderó de la música del portugués de la calle, imperfecto y extravagante, y lo utilizó para convertirse en vanguardia de la poesía en Brasil en la década de los años 20

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Martes

El idioma errático del pueblo

Después de los poetas españoles, antes de salir del continente con Vallejo y Neruda en el maletín de mano, el manual del poeta joven de Hispanoamérica indicaba una visita obligatoria y disciplinada a la obra de Vinicio de Moraes, Carlos Drummond de Andrade y Manuel Bandeira. Así era antes. Ahora, no sé.

Los libros donde se podían leer a esos poetas eran unas antologías desguazadas o ejemplares únicos que los poetas mayores y los libreros sabios tenían en anaqueles secretos. A mí me los entregó, uno a uno, ante notario y con dos testigos para garantizar la devolución, un hombre que escribía sus poemas en letra de imprenta y los firmaba al fin con esta contraseña: Eliseo de Diego y Fernández Cuervo.

Así, al poco rato de una de esas ceremonias de transmisión, conocí los primeros textos de Manuel Bandeira, que nació en Recife en 1886 y vino a morirse en 1968 en Botafogo de Río de Janeiro, después de huir durante 82 años con la certeza de que una maldición familiar se lo llevaría joven al sepulcro.

Es cierto que hacia 1916 se había quedado solo en la inmensidad del Brasil. Toda la familia se murió en el plazo de seis años y él estaba enfermo de tuberculosis. Por eso eligió un tren de vida cauteloso y reposado que le permitió leer todo lo que le sugería su ambición de hombre culto, al tiempo que iba escribiendo lo que su talento le dispensaba.

Temeroso, seguro de que la muerte entraría de pronto a su casa como un tornado en plena noche o disfrazada de vecina que le traía un pastel (escribió en 1917: «Yo hago versos como quien muere»), Bandeira se amuralló, hizo inexpugnable su biblioteca y dejó una obra poética que le ha garantizado una parcela de eternidad.

Empezó amparado por Guillaume Apollinaire, pero se retiró casi enseguida de esos alcoholes y aquella metafísica porque -a pesar de sus aprensiones- Bandeira tuvo una relación prolongada y visceral con los sectores populares brasileños y descubrió en el lenguaje de esos grupos humanos el poder del portugués que se habla en su país, su riqueza y la categoría de su proceso creativo y renovador.

El poeta descubre que en la calle se habla un portugués sabroso que refleja de verdad la vida y que ese sistema de comunicación es natural, que corre como los ríos, sin retrancas ni rejuegos intelectuales.

En ese camino, Manuel Bandeira, provisto del humor, la ironía, la extravagancia y el sensualismo del Brasil, encuentra un tono personal, una voz propia que lo convierte en el jefe del modernismo en su patria y en la figura principal de la vanguardia.

Además de poesía, este hombre escribió ensayos y tradujo, entre otros autores, a sor Juana Inés de la Cruz y a Zorrilla, publicó una autobiografía precoz en 1954 porque seguía convencido de que moriría joven. En 1940 fue elegido miembro de la Academia de las Letras de Brasil.

Entre sus libros más conocidos están: Libertinaje, que marca el inicio del modernismo, Estrella de la mañana, Lira de los años cincuenta, Belo Belo, Mafuá do Molungo, Opus 10, Estrella de la tarde y Estrella de la vida entera.

Vamos a escuchar este pequeño consejo del poeta brasileño: Si quieres sentir la felicidad de amar, olvida el alma / el alma es lo que estropea el amor.

Jueves

'No leas poesía'

Bajo este título impertinente circula ahora en México y, por el momento, en círculos académicos de otros países de América, un libro de ensayos del crítico y novelista José Prats Sariol, un sesentón con alma de lince que se inscribió a la fuerza en la familia de Harold Bloom y es profesor de la Universidad Iberoamericana de Puebla. Editado por LunArena, la colección de casi 300 páginas es, en definitiva, una incitación a la degustación y el consumo de la buena poesía. Una convocatoria a encauzar la atención, a no dejar el poco tiempo que nos da la vida en piezas donde la poesía se queda en la tinta de la publicidad de las editoriales y en los señuelos de los prologuistas.

Es una propuesta curiosa y atractiva porque examina con esmero las huellas de Francisco de Quevedo en Nicolás Guillén. Estudia los puntos de contacto entre dos poetas católicos que le cantan a la madre: Carlos Pellicer y José Lezama Lima, y se lanza a una exploración de fondo sobre el poeta Alvaro Mutis en una nota titulada Maqroll, cuaderno de bitácora.

Otro ensayo examina los misterios y las coincidencias entre José Gorostiza y Gastón Baquero y aún hay espacio para un acercamiento a la obra de Heberto Padilla, el poeta cubano muerto hace siete años en su exilio de Alabama, Estados Unidos.

Todas las piezas están escritas en ese lenguaje que usan ciertos críticos y que tienen el efecto del gas paralizante. Son una fórmula de acción retardada con alusiones a sabios descontinuados y atestadas de citas complejas y polivalentes buenas para iluminar, desde luego, el camino del expositor y buenas también para cegar a ratos la senda de los lectores.

Prats Sariol, desde esas planicies inevitables, saca su prosa de novelista y desbroza aquí y abre allá para que los ensayos, como diría Juan Ortiz, ganen claridades.

Hay otro elemento que enriquece este libro. Se trata de un mal disimulado homenaje a Lezama Lima. Tres textos dedicados al poeta con la ventaja de que Prats Sariol es uno de los más reconocidos estudiosos de su obra y, en la vida real, fue amigo y compadre del hombre que escribió Muerte de Narciso y Enemigo rumor.

Pepe Lezama apadrinó a Ariadna, la hija de Pepe Prats, en una ceremonia en la iglesia del Espíritu Santo, en La Habana Vieja donde se conserva la partida bautismal de José Julián Martí. El poeta y sacerdote hispano cubano Angel Gaztelu (Puente la Reina, Navarra, 1914) ofició una misa después del bautizo aquella mañana de marzo de l976.

Prats Sariol cuenta una estancia de pocos días de Lezama en México, en 1949. Es una salida de Cuba que está en el medio de las tres únicas que hizo. La primera, a Pensacola, en 1918, donde murió de influenza su padre, el coronel José Lezama Rodda, y la última, a Jamaica en 1950.

El crítico incluye en su trabajo la única carta que escribió el poeta de Dador desde territorio mexicano, remitida a su madre, que esperaba ansiosa en su casa de la calle de Trocadero.

Lezama tenía 39 años y le dice a Rosa Lima y Rosado: «Queridísima madre: delicia sobre delicia y nieve verde. Estoy de sorpresa en sorpresa, del mucho agrado al otro agrado en que todo se nos presenta como revelada maravilla».

«Aquí», añade, «se han construido las únicas iglesias donde el hombre americano le ha dicho al europeo que él puede construir los motivos y símbolos de su fe».

El poeta elogia los paisajes magníficos que contempla en el camino de Cuernavaca a Taxco. «Sin embargo», escribe, «las extraño, a ti en primer lugar. Como en la canción popular puedo decir: mi madre está siempre en mi frente».

El hombre que escribiría Paradiso unos años después, se despide así de su madre, de la que se había separado apenas una semana: «Mi madre buena ruegue porque mi viaje de regreso sea venturoso. Le da un beso en la frente/ su hijo/ Joseíto».

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