Sábado, 3 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6257.
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Plena vigencia
ALVARO DEL AMO

La ópera está de moda. En España son varias las ciudades que cuentan ya con sus temporadas líricas, celebradas en teatros bien acondicionados y servidas por profesionales de primera categoría. Los periódicos atienden los estrenos operísticos con una extensión y una prontitud sólo compartidas por el deporte, mientras las reseñas de cine y teatro reciben menor atención. Una entrada para cualquier coliseo, en Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla, etcétera, es un bien preciado por el que se hacen colas y se pagan abultadas cantidades de euros. ¿A qué se debe tal fenómeno?

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La ópera es una forma que ha cumplido ya su ciclo vital. Y no ahora, sino en el primer tercio del pasado siglo. El repertorio puede decirse que, en términos generales, prácticamente se cierra con Giacomo Puccini, Richard Strauss y, siendo optimistas, con Alban Berg. Después, se programan, esporádicamente, obras de Leos Janacek, Benjamin Britten, Francis Poulenc o Dimitri Shostakovikch, sin que pueda decirse que hayan sido aceptadas por el repertorio. Los avances más notorios, a cargo de Ligeti, Henze, Zimmermann, Reimann o Luis de Pablo asoman a los escenarios repletos de traviatas y bohémes, muy de tarde en tarde, si es que son programados. Se siguen encargando, componiendo y estrenando óperas nuevas, algunas de gran calidad, lo que merece elogio, sin que los ejemplos de supervivencia sean capaces de negar que lo que Monteverdi y otros inventaron al comienzo del siglo XVII es hoy una forma del pasado al que nuestro agitado presente dedica una estimulante veneración.

Las viejas razones para explicar tal fenómeno no sirven ya. La idea del espectáculo total, de la suma de varias artes, cede ante el esplendor de las tecnologías visuales y sonoras que, en continuo perfeccionamiento, superan lo que puede ofrecer un escenario. Paralelamente, la ópera necesita un esfuerzo y una insistencia que el espectador de hoy, más impaciente y disponiendo de un amplio despliegue del llamado ocio, no parece, en principio, muy proclive a dedicar al desciframiento de una interminable saga wagneriana o a la contemplación de las bobaliconas piruetas de un barbero. Y sin embargo, los dioses sepultados en su ocaso y los trinos del enamorado tras las rejas mantienen y renuevan cada día, cada noche, su capacidad de fascinación.

Varias son las posibles causas del interés presente por la ópera. En primer lugar, la vigencia de su logro principal, que no es otro que la habilidad para hacer descender algo tan abstracto como la música hasta el ámbito terrestre de lo narrativo y lo dramático. La ópera cuenta historias y pone en pie dramas, que existen como tales gracias a la música, soporte de la voz que se alza a partir de un texto.

En segundo lugar, la ópera, a través de sus convenciones -muchas veces obsoletas-, habla de lo que de verdad importa al hombre. Los grandes temas existenciales, la tensión entre la vida y la muerte, el despliegue del muestrario completo de las pasiones, son la materia que nutre y articula esta forma peculiar de teatro musical o de música teatral.

En tercer lugar, la ópera, por su feliz conjunción de ingredientes vocales, dramáticos y musicales, consigue una contundencia, una intensidad y una capacidad de comunicación sin competencia. Nadie la supera a la hora de condensar, multiplicar y expresar sentimientos y emociones. Su exacerbada desmesura, su disparatada exageración, su frecuente delirio, son estridencias que actúan a su favor, como vehículos torrenciales para sacar a flote los flujos, gozos y penumbras del alma humana.

A su favor también trabaja ahora la moderna tecnología; la calidad visual y sonora del DVD, muy superior al ya viejo vídeo, se ha convertido en un eficaz aliado de la ópera, tanto rescatando grabaciones del pasado como colaborando con nuevas producciones. Éstas se han montado contando con que la función prolongará su vida mucho más allá del ciclo de representaciones, como ha ocurrido con la edición en DVD de las 22 óperas de Mozart presentadas el pasado año en Salzburgo.

La ópera se ve ya, y se ve muy bien, en el televisor, gracias a un pequeño disco metálico introducido en un aparato que abulta poco.

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