Sábado, 3 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6257.
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Nostalgia de aquellos viejos cines
En Gran Vía, el barrio de Salamanca, Arganzuela... los edificios que albergaron la fábrica de sueños cambian de uso al no ser ya rentables
JAVIER MEMBA

Hasta no hace mucho tiempo hubo una ley que impedía que en establecimientos como el antiguo cine Imperial -donde miles de madrileños descubrieron la filmografía de Walt Disney en los ya remotos días de su infancia- pudiera abrirse la consabida tienda de ropa. Era igualmente impensable que en la puerta del cine Rex, una de aquellas salas de antaño que proyectaban en «sesión continua desde las 10 de la mañana», un mendigo instalara los cartones que le sirven de vivienda.

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Enrique González Macho, Premio Nacional de Cinematografía, responsable de la cadena Renoir, de la Distribuidora y Productora Alta Films y uno de los pocos exhibidores que ya van quedando en este Madrid que se queda sin cines, se desmarca radicalmente de esa nostalgia desatada a raíz del anuncio del cierre a corto plazo del cine Avenida. «Cuando Bautista Soler vino de Valencia y compró 40 cines en nuestra ciudad, no sólo los de la Gran Vía, también el Cid Campeador, los Acteón y muchos más, su intención era transformarlos en multicines. Si le hubieran dejado hacerlo, eso hubiera significado que Madrid se hubiera convertido en la ciudad con mejor oferta cinematográfica de toda Europa. Pero lo óptimo siempre es enemigo de lo bueno y a Soler nunca le dejaron hacer nada».

En opinión de González Macho, esa ley que impidió hasta hace poco el destino de las grandes salas de la Gran Vía, los grandes palacios de la proyección que cubrían sus pantallas con suntuosos cortinones, a otra actividad que no fuera única y exclusivamente la exhibición cinematográfica tal y como se había conocido hasta entonces, a la postre, fue perjudicial para aquellos establecimientos que quiso proteger. «Si en su momento, hace ahora diez años, hubieran dejado a los responsables abrir en él todas las salas que querían, no hubiéramos llegado a esto. Pero como en el Ayuntamiento no hay interlocutores, sino burocracia, nunca hubo nada que hacer y ahora ya es demasiado tarde porque los espectadores prefieren los multicines del extrarradio».

«Cuando cogí el cine Narváez, me garantizaron que en seis meses me darían los permisos pertinentes para convertirlo en una multisala. Tardaron diez años. Porque yo entonces era más joven. Si me coge ahora lo hubiera dejado», continúa González Macho. «Lo que no me parece acertado es que se obligue a los empresarios a seguir manteniendo un negocio que no es rentable. Así que está de más ponerse a llorar ahora que los antiguos cines se conviertan en tiendas de bragas cuando en su momento eso no se quiso remediar».

Desmarcándose de la polémica con el Ayuntamiento, fuentes próximas a la Federación de Cines de España, que engloba al 90% de los exhibidores, también vienen a abundar en dicha postura. «Las salas de la Gran Vía, que sólo tienen una pantalla, no son rentables para sus dueños. Dedicarlas a otras actividades es una decisión particular que hay que respetar. Es un tema muy delicado gestionar edificios de tanto valor económico como nostálgico y hay que comprender que el empresario también pueda sucumbir ante la tentación de dedicar el inmueble a otras actividades».

Quién iba a imaginar el destino final del cine Pompeya ante las largas colas que, ya a finales de los años 70, despertó Helga, el milagro de la vida (Erich F. Bender, 1967). Era aquella una cinta divulgativa, sobre la concepción del ser humano desde el coito hasta el parto, cuyas escenas de alto contenido erótico fueron permitidas por la censura en base a su valor didáctico. Por esas ironías del destino, abrieron las puertas del cine de Arte y Ensayo a los espectadores «reprimidos» -que se les llamaba entonces-, siempre ávidos de carne. Quién iba a decir entonces que cinéfilos y reprimidos deseosos de rehabilitarse acabarían por dar paso a los comensales que dan cuenta de las delicias culinarias que se sirven en el antiguo patio de butacas del Pompeya, hoy convertido en restaurante.

El Pompeya -con las mismas que el Imperial exhibía a Disney- estrenaba todo lo de Woody Allen. La suerte del cine Azul, donde Secretos de un matrimonio, (Ingmar Bergman, 1973) fue uno de los grandes éxitos del Arte y Ensayo en los años 70 y pudo verse uno de los primeros desnudos de la Transición -el de Ana Belén en El amor perdido del capitán Brando (Jaime de Armiñán, 1974)- acabaría siendo la misma que la del Pompeya, donde Woody Allen aseguraba no creer más que en el sexo y en la muerte: un moderno restaurante.

Más allá de la Gran Vía, que en opinión de González Macho «hubiera podido ser la calle con una mayor oferta cinematográfica de Europa si hubieran permitido a los responsables de sus salas convertirlas en multicines», Madrid se está quedando sin cines. Los cines del barrio de Salamanca, como el Tívoli, que antaño dedicó excelentes ciclos a los hermanos Marx, o el Benlliure, que no le iba a la zaga a la Gran Vía en lo que a estrenos se refiere, también han cerrado en los últimos meses. En la Arganzuela, las antiguas salas de programa doble, que tantas delicias procuraron en las tardes de sus primeros sábados a los madrileños que ya rondan el medio siglo, se han visto reconvertidas en templos evangélicos. En La Latina, la suerte de esas mismas pantallas ha sido la de convertirse en macrodiscotecas donde se baila salsa y de John Wayne, Audrey Hepburn, Elsa Martinelli y demás luminarias de la antigua sesión continua, no queda ni el recuerdo.

Ya no es que en Segovia no haya cines. En Madrid tampoco quedan salas. Hasta el Alphaville, que tomaba su nombre de una de las más celebradas cintas de Jean-Luc Godard -Lemmy contra Alphaville (1965)- y fuera el cine por excelencia de la versión original -donde aquellos mismos niños que descubrieron a Walt Disney en el Imperial comenzaron a interesarse por Wim Wenders- ha cambiado de estilo.

En efecto, evocando uno de los títulos más conocidos de Wim Wenders, bien puede decirse que ha sido el curso del tiempo el que ha cambiado la exhibición cinematográfica en nuestra ciudad. En el fondo tal vez sean los propios espectadores quienes, en última instancia, han decidido que las películas se vean en las multisalas de los cines del extrarradio. «El público ahora prefiere ir a los centros comerciales de los alrededores de la ciudad donde no hay problemas de aparcamiento ni de ningún otro tipo», estiman en la Federación de Cines de España. No obstante lo cual, el cierre de esa arteria cinematográfica sin parangón en todos los países de nuestro entorno que fue la Gran Vía conllevará un envilecimiento insospechado de la zona. Al menos así lo estima González Macho. «La plaza de los Cubos, que fue uno de los lugares más conflictivos de Madrid, de donde salieron quienes mataron a Lucrecia Pérez, fue rehabilitada gracias al cine. Cuando yo abrí los Princesa, la cosa empezó a cambiar hasta el punto de que los responsables de Vallehermoso, una inmobiliaria de entonces que gestionaba la mayoría de todos los locales, empezó a ponerme facilidades para que abriera nuevas salas».


CUANDO IR A LA GRAN VIA ERA UN RITO MAGICO

Para los chavales de los barrios de Madrid ir a la Gran Vía era todo un acontecimiento. La mamá te vestía de domingo, te echaba colonia en la cabeza y te preguntaba con toda la sinceridad de las mujeres de entonces si ibas a ser bueno. Huelga decir que el mocoso -que se les llamaba- respondía afirmativamente. Y era así, oliendo a colonia y con ganas de ser bueno, como se descubría la avenida de José Antonio, que era el nombre de antaño de la Gran Vía. Según salían del metro de la plaza de España, una feliz taquicardia aceleraba el pulso a aquellos niños que tenían en la Gran Vía su pequeño paraíso. Tantas eran las luces de las farolas y los coches que se ponían malos nada más verlas. Acto seguido a ese feliz desfallecimiento llegaba el sandwich mixto y el batido de fresa. El cine, tolerado a menores, era el colofón final a tanta delicia. Los primeros en caer fueron las cafeterías y los cines van a la zaga de tan lamentable destino. Sean o no sean los nuevos hábitos de los espectadores los culpables en última instancia de la triste suerte de una avenida que, según sus incondicionales, superó en cines a los parisinos Campos Elíseos, lo cierto es que la Gran Vía se muere. Más aún, la Gran Vía que conoció toda una generación de madrileños, tiene las horas contadas. Sólo es cuestión de tiempo que, de sus antiguas salas de cine, no quede ni el recuerdo.

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