Eugenia Rico
Cuando llegué a Madrid, Madrid era para mí los Cines de la Gran Vía con sus alfombras rojas y sus estrenos a las diez. En la Gran Vía vi por primera vez a Penélope Cruz en traje largo y una auténtica hamburguesa doble de queso, porque la Gran Vía era esa calle ancha por donde Madrid parecía París o Londres, pero sobre todo Nueva York. Un lugar donde todo era posible, donde los focos, las lentejuelas estaban al alcance de los simples mortales. La luz que salía de los cines de la Gran Vía nos devolvía al feliz Madrid de los años 20. Un lugar donde uno descubría que el blanco y negro puede ser más luminoso que el color y que el gris es el único color que no le sienta bien a las estrellas. Un lugar donde uno se sentía feliz de saberse de provincias. Un lugar donde, a veces, uno se sentía de provincias habiendo nacido en Chamberí. Donde las estrellas podían dar limosna a los mendigos. Y los mendigos formar parte de un decorado de cine. Porque los monumentales cines de Gran Vía eran la esencia de una ciudad que quería ser grandiosa sin renunciar a ser humana. Cuando los extranjeros me preguntan qué es lo más importante para comprender Madrid, si tienen poco tiempo nunca los envió al Prado o al Escorial sino a esa calle del latido, por donde la ciudad parece un río de coches y de gente que viven para formar parte de una película y forman parte de la película de Madrid, esa que se filma cada noche en las colas de los cines de Gran Vía y en sus monumentales estrenos, en los que una chica de provincias e incluso de Madrid puede conocer a Brad Pitt. Todo es posible cuando el chorro de luz ilumina la vida de la calle tal y como la vio Arturo Barea en La Forja de un rebelde y como la seguimos viendo nosotros.
Las candilejas, los sueños. No pueden apagarlos. Porque la Gran Vía era la calle del Cine entendido como lo que es: la mayor fábrica de glamour de todos los tiempos y no importa que el glamour sea una mentira porque es la mentira que todos queremos que nos cuenten. La Gran Vía no existió siempre como la conocemos, pero el Madrid que queremos no será el mismo si la Gran Vía cambia sus cines por centros comerciales, entonces perderá su grandeza mezclada de miseria porque la Gran Vía puede ser la calle más triste del mundo, pero entonces se encienden las luces de los cines y vuelve a ser la calle inaugurada en 1926.
Cuando llegué a Madrid no dejaba de sorprenderme ver a Carmen Maura cruzando la Gran Vía con un tacón en la mano y a Nicole Kidman saludar desde una pasarela. La Gran Vía era nuestro hilo umbilical con lo imposible pero si cierran sus cines se convertirá en otra calle triste más, de una ciudad más triste que antes. Si cierran los cines de Gran Vía, cierra Madrid. No podemos hacer realidad los sueños, pero a veces podemos evitar las pesadillas.
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