Lunes, 5 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6259.
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La patria es dicha, dolor y cielo de todos, y no feudo ni capellanía de nadie (José Martí)
 CULTURA
LAS AFUERAS
Irse de casa
JUAN BONILLA

Orhan Pamuk -autor de uno de los más hermosos libros dedicados a una ciudad- tiene que irse de esa ciudad. Las amenazas constantes recibidas, el asesinato del periodista Hrant Dink, cuyo asesino señaló a Pamuk como la próxima víctima, el aire contaminado por el fundamentalismo nacionalista le obligan a hacer las maletas.

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Los enemigos de Europa pueden cantar victoria porque el golpe no tiene más remedio que afectar a las posibilidades de Turquía de integrarse en Europa, pues se suma al encausamiento que padeció la novelista Elif Shakaf. Por mucho que el gobierno turco trate de proteger a los intelectuales amenazados ofreciéndoles escoltas, a Pamuk, ni a casi nadie, puede compensarle el riesgo de que unos idiotas peligrosos lo hayan declarado enemigo a batir, a pesar de que la obtención del premio Nobel, durante unos meses, actuó como salvaguarda de su ciudadanía: él mismo declaró que empezaban a aceptarle gracias al premio, que recibía constantes muestras de apoyo y agradecimiento, que no le decían Felicidades por el premio, sino Gracias por el premio, como si hubiese sido el goleador encargado de dar un campeonato a la selección turca.

¿Resulta anacrónico que sucedan cosas así? No nos hagamos los extrañados: basta mirar al País Vasco, recordar el nombre de Jon Juaristi o el de Fernando Savater, o el de tantos otros que por escribir y pensar por su cuenta han de pasear pisando las sombras alargadas de sus escoltas. Basta pensar en el poeta Raúl Rivero o el de muchos otros escritores cubanos, algunos de los cuales padecen los fríos nórdicos con tal de poder escribir lo que les place sin temer que la policía intelectual decida lo que tiene que ir a la papelera y lo que no. El caso Pamuk, dada la grandeza e importancia del escritor, colocará el problema en una dimensión más visible -en las primeras páginas de los periódicos-, pero el problema ya estaba repitiéndose constantemente en muchos lugares del mundo, siempre con el mismo esquema aterrador: alguien que se atreve a escribir lo que no gusta a un poder determinado -oficial o no, y recuérdese que aunque a Pamuk ahora lo proteja el Gobierno turco, fue también el Gobierno turco el que lo persiguió por denunciar el genocidio armenio, y por tanto encendió la mecha de su persecución, dando alas a los ultranacionalistas para que lo identificaran como un enemigo de Turquía- y enseguida es colocado en la diana, lo que comprende un abanico amplio, de las amenazas telefónicas o las cartitas sin remite alojadas en su buzón sin colaboración del cartero, a los sustos de madrugada, la paliza en una esquina o el disparo en la nuca.

Se publican ahora las cartas que escribió el gran escritor ruso Mijail Bulgakov en los años en que, obligado a permanecer en casa por Stalin para que reconsiderara su labor como escritor, fue componiendo su obra maestra El maestro y Margarita, que tuvo que esperar décadas para ver la luz y emocionar y divertir como todavía lo hace a generaciones que no pudieron conocer el horror que rodeó a su redacción.

Bulgakov también quiso irse, suplicó que lo dejaran marchar, firmó documentos en los que se comprometía a no decir una palabra acerca de su país de origen cuando estuviera lejos, juró que sólo necesitaba unas vacaciones pero que volvería renovado. Le humillaron de forma paulatina: haciéndolo ir a por un sello para su pasaporte, prometiéndole la dirección de un teatro en el que luego tuvo que hacer de acomodador o barrendero, dejando que se fuera su mujer pero reteniéndolo a él.

Fue escribiendo un diario que escondía para rescatarlo de los continuos registros que padecía: finalmente hubo de destruirlo porque si lo encontraban su suerte hubiera sido peor de la que fue (si eso es posible, que supongo que la respuesta es casi siempre sí). Bajo la bota se titulaba ese diario invisible en el que Bulgakov fue consignando algunas de las humillaciones con que el régimen de Stalin se contentaba en demostrarle al servicio de quién estaba (cosa por otra parte imposible de satisfacer, pues una vez que el tirano se siente decepcionado por alguien, entra inmediatamente en el grupo de aquellos de los que nunca se fiará, y por muchos favores que le haga para satisfacer su demanda de obediencia, siempre será ya un apestado).

La lectura de algunas de las cartas de Bulgakov es desoladora: nos coloca en la situación agobiante de quien necesitando irse, no puede hacer nada por huir, nada que no sea utilizar de palanca la ficción para sobrevolar la realidad (nunca mejor dicho: el capítulo más extraordinario de su novela es aquel en el que se sobrevuela Moscú y se nos muestra el hambre, el miedo, la miseria, la humillación).

Por fortuna Pamuk puede huir. Es penoso que te echen del lugar al que perteneces, el lugar que nadie como tú ha recreado literariamente, pero sigue siendo mejor irse de casa que no poder hacer nada por impedir que hagan de tu casa tu sepulcro. Los ultranacionalistas turcos celebrarán el exilio de Pamuk como una gran victoria, y continuarán bebiendo la pésima literatura en la que beben para seguir dando alas a sus ansias: las mismas ansias de quienes consideran que Jon Juaristi es un peligro por escribir lo que escribe, las ansias mismas de quienes consideraban que Bulgakov debía ser castigado por gastar tanta poética ironía en sus escritos, esas ansias que hicieron huir a Walter Benjamin cuando las esvásticas gozaban con las quemas de libros.

Hay decenas de escritores desplazados hoy como Pamuk. En los Estados Unidos conocí a unos cuantos: llevaban su tragedia con ironía entusiasmada. Sabían que no podrían volver a casa, que la casa que habían dejado en Teherán o Pekín sólo seguiría siendo su casa en la memoria, y se aplicaban afanosamente en vengarse de sus perseguidores con las únicas armas que estaban a su alcance: las palabras, por las que tenían el suficiente respeto como para saber que mienten quienes dicen que las palabras no matan.

Claro que matan. Un loco ultranacionalista o ultrareligioso da un nombre y dice la palabra fuego, y al instante un ejército de locos ultranacionalistas o ultrareligiosos cargan sus pistolas y empiezan a buscar el nombre propio pronunciado por el mandamás, para hacer que la palabra mate.

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