MADRID. - Sólo un teórico arquetípicamente british puede soltar una frase tan demoledora como: «No hay nada más restrictivo ni provinciano que el presente». Mejor dicho, ésta es sólo la punta del iceberg de todo un arsenal dialéctico que fusiona profundidad y sentido del humor con una eficacia pasmosa. Porque William Curtis, autor del ya clásico La arquitectura moderna desde 1900 (Phaidon), pretende cualquier cosa menos aburrir. Sus certeros análisis sientan cátedra, como acaba de demostrar la pasada semana en Madrid al presentar la edición actualizada de esta obra.
¿Por qué revisar un manual que se ha convertido en toda una referencia arquitectónica? La autocrítica no le resulta ajena: «Me di cuenta de que había simplificado en exceso la contribución de Mies van der Rohe, de que no había dicho lo suficiente sobre la extraordinaria calidad de Erich Mendelsohn y de que no había dicho prácticamente nada sobre el papel de países como España y Portugal». Inusual confesión la suya, en busca no de la inexistente perfección sino de una muy loable puesta al día de sus lúcidos golpes de bisturí.
El historiador y crítico, tan respetado como temido porque no deja títere con cabeza, considera que «la arquitectura refleja la ideología, pero nunca de manera directa». Y añade: «Los edificios son una especie de idealizaciones y dan cuerpo a las instituciones y a los mitos políticos. La arquitectura está enraizada en la sociedad, pero también posee una realidad propia».
Se le pregunta si ahí radica la semilla del star system que invade la arquitectura contemporánea y explica: «La energía y la ambición que genera el star system son positivas, pero también tiene factores negativos, como la excesiva rapidez de los proyectos, el dejarse llevar por las tendencias de moda, la ausencia de significación, etcétera».
Gira entonces su mirada hacia España para, sin tapujos, advertir contra la frenética carrera en la que parecen sumergirse algunas autoridades locales para emular el éxito del Museo Guggenheim. «El efecto Bilbao puede ser una maldición. El deseo de los alcaldes de provincias de contratar a las estrellas de la arquitectura internacional corre el riesgo de transformarse en una obsesión superficial por nombres y obras pasajeras».
Pero su mordacidad no sólo se dirige a los políticos, también contra los propios arquitectos, especialmente los más high level. «Siempre son los mismos los que participan en los concursos. Suelen venir en helicóptero, o igual ni vienen. Miran en internet si hay restaurantes atractivos en la ciudad en cuestión y, si no, mandan a cualquiera de su equipo. O igual dicen: 'Mmmm, aquel proyecto que tenía para Amsterdam, que no llegó a realizarse, lo saco del archivo del ordenador y lo coloco ahora en Murcia'. Algunas veces, me ha pasado que he cenado con algunos de ellos, les he preguntado cuántos proyectos tienen en España y ni siquiera lo saben. Y resulta que los políticos buscan una imagen de marca. Se afanan en conseguir arte de calidad y obtienen fast architecture».
Se trata, prosigue, de «la mentalidad del capitalismo instantáneo, en medio de la gran hipocresía internacional y de la manipulación que nos rodean».
Dibuja así un paralelismo entre arquitectura y publicidad: «Estamos asistiendo a un revival de los rascacielos, pura falocracia. Son imágenes seductoras, como pasa en los anuncios, donde igual podemos ver a unos robots que, de repente, se transmutan en coches. Eso mismo sucede en la arquitectura, cada vez más deudora de la tecnología».
Y no se corta a la hora de verter su ironía inglesa contra el proyecto de César Pelli para construir una torre de 180 metros de altura en Sevilla, que, según se han apresurado a puntualizar desde el Ayuntamiento de la ciudad, «será respetuosa con la Giralda [que mide 82 metros menos]». Replica Curtis entre risas: «Quizá la Giralda no sea respetuosa con ella».