A lo largo de dos semanas, en no menos de cuatro sesiones plenarias, el Tribunal Constitucional ha debatido sin llegar a un acuerdo la recusación del PP para que el magistrado Pablo Pérez Tremps no pueda intervenir en los recursos de inconstitucionalidad sobre el Estatuto de Cataluña. Todos nuestros lectores conocen el fundamento de esta iniciativa y los documentos que la avalan: firmó un contrato con la Generalitat para asesorarla sobre cómo plantear aspectos concretos de ese Estatuto, cobró por su trabajo y -aunque alegue que no ha leído el texto- vio reproducidas sus propuestas en el articulado.
La flagrante apariencia de pérdida de objetividad -razón suficiente para apartar a un juez de un procedimiento según la doctrina del tribunal de Estrasburgo- debería haber llevado a un rápido desenlace de este incidente en los únicos términos comprensibles para la opinión pública. La cuestión no tiene vuelta de hoja: nadie puede juzgar a otro después de haber cobrado por asesorar a la parte contraria sobre el motivo del pleito. El origen partidista del Tribunal ha desembocado, sin embargo, en un práctico empate que convertirá en decisivos los votos de la presidenta María Emilia Casas, propuesta por el PSOE, y del vicepresidente Guillermo Jiménez, propuesto por el PP. Ya sólo esta dilación supone un escándalo, pues indica que en el ánimo de los magistrados están pesando otros criterios además de su obligación de defender la independencia y el prestigio del Tribunal. No queremos ni pensar hasta qué punto quedaría dañada la reputación del TC si finalmente se rechazara la recusación y Pérez Tremps deliberara y votara sobre el Estatuto como si nada de lo anterior hubiera ocurrido. Si la mujer del César tiene que parecer honrada además de serlo, no digamos nada cuando se trata de aquél que debe juzgar al César.
De ahí que en la Magistratura comience a causar estupefacción la actitud del interesado, que observa impávido cómo transcurren las sesiones sin que la presidenta se sienta en condiciones de ordenar una votación, pues no encuentra medio humano de solventar el convencimiento de medio tribunal de que debe ser apartado del caso. El más elemental sentido de la dignidad jurisdiccional debería llevar a Pérez Tremps a ahorrar a la institución este agónico desgaste. Aunque él se considere imparcial, es obvio que nunca se lo va a parecer ya a buena parte de los demás, y esta aceptación del que está sobre el estrado es clave para poder impartir Justicia. Sólo un descarado interés por intervenir en la causa con un fin predeterminado puede explicar que Pérez Tremps desdeñe las consecuencias que para el honor del TC y el suyo propio puede tener este episodio, y se empeñe en continuar adherido a su Estatuto como un revelador y postizo imperdible.
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