Ni Auschwitz acabó con la poesía, como temía Adorno, ni el humor se derrumbó bajo los escombros del 11-S. Al contrario, «su supervivencia subraya la importancia de preservar las palabras y de reírnos de nosotros mismos», apunta el profesor de retórica poética Pere Ballart.
Su ensayo El riure de la màscara (que ganó el XXI Premi Josep Vallverdú y que ahora publica Quaderns Crema) descubre el recurso por el que subsiste la poesía pese a las dificultades que el género «supone para un lector poco acostumbrado a él», según el autor. Este recurso no es otro que el de la ironía, que Vladimir Jankélévitch definió como «una sonrisa a la inteligencia».
Quien ríe suele colocarse en una posición de superioridad con respecto al objeto que provoca su risa. Por otro lado, «busca la complicidad con una tercera persona y mantiene cierta inquietud por si está cometiendo el mismo error que, a su vez, inducirá a la burla», explica Ballart. Del mismo modo que ocurre en el cine o la novela, el poeta apela a la experiencia que comparte con el lector para que puedan reírse juntos.
Pero no lo hace a través de la trama, sino de la palabra. La poesía sugiere, no explica; sin embargo, sabe cómo representar ese «espectáculo de la ceguera ajena» en el que consiste la ironía.
Por eso, el último capítulo de El somriure de la màscara, trata sobre el modo que el poeta tiene para hallar la complicidad con el lector; y lo hace mediante el giro de una situación habitualmente difícil hacia la sorpresa. Entre otros, Ballart pone como ejemplo el poema Primer amor, de Javier Salvago: el lector cree estar ante un típico rechazo amoroso inspirado por Bécquer, hasta que descubre que el corazón herido pertenece a un niño de cinco años.Por otra parte, Joan Margarit habla del miedo a través de una clase de natación que le da su padre. Y en el que no es el hijo, precisamente, quien se aferra al otro para salvarse.
«La ironía no es sino la pregunta que el lenguaje le hace al lenguaje», dijo Roland Barthes, y también los poetas recurren a la lectura para darle la vuelta. Así, Silvia Ugidos se pone en la piel de Circe para exigirle al héroe de la Odisea que se olvide de Penélope: «Quédate, Ulises: sé un cerdo», le dice.Amalia Bautista entra en el infierno de Dante a través de una puerta de chocolate. Versionando a Jankélévitch, ellas le sonreirían a la literatura.
La musa irónica
Leopoldo María Panero, Anna Rossetti, José María Fonollosa y especialmente Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater (quienes cuentan con un capítulo completo), se han inspirado asimismo en la musa irónica y aparecen antologados en el libro. «Su obra pone fin a una larga trayectoria en la que el lector sólo era testigo de lo que le ocurría al poeta», dice Ballart: «Los clásicos querían que se admirara lo que hacían; los románticos, que se admirara su persona; los poetas de hoy tienen la voluntad de compartir su experiencia mediante la palabra».
Para lograrlo, cabe situarse a la distancia exacta entre la emoción y el artificio. Ésa que impone el ritmo, el juego poético. Y que cubre a la vez que expresa. Como una máscara.