Ya que la cosa iba de toros, hay que decir que la presentación del libro Manolete. La vida y los amores de un torero de leyenda (La Esfera de los Libros), de Juan Soto Viñolo, tuvo un cartel de lujo. Nada menos que Antonio Chenel (Antoñete), Alvaro Domecq Romero y Andrés Amorós acompañaron al autor.
Una novedad que incopora el libro es el personaje de Lupe Sino, una mujer de gran belleza y con un número de admiradores directamente proporcional. «Supo utilizar su enorme belleza para sobrevivir en aquellos años difíciles».
Eso sólo quiere decir, según Juan Soto, que supo explotar sus encantos con sus amigos adinerados. Eso explicaría que tanto a la madre del diestro, doña Angustias, como a su apoderado, Camará, les hiciera poca gracia Lupita. Pese a todo, Manolete y ella constituyeron una pareja de moda -y mediática, cuando no se usaba esta palabra- e iban a casarse en octubre del 47. Pero Islero, como se sabe, se cruzó en el camino.
Manolete quedó como «el gran mito de la tauromaquia del siglo XX». Por encima de Luis Miguel Dominguín («más guapo y achulado que Manolete»), con el que mantuvo una clara competencia y no demasiada amistad.
Andrés Amorós, dominguinista confeso, habló del hombre y su tiempo. Manolete les quitó a los españoles de la inmediata postguerra las preocupaciones de una época marcada por el racionamiento, el pan negro, el gasógeno y el «ya hemos pasao», todo el repertorio que canta Sabina en una conocida canción. «Es que parecen tópicos, pero todo es verdad», dice Andrés Amorós.
Amorós destacó las aportaciones del libro, que tienen que ver, sobre todo, con la relación que tuvo con Lupe Sino. Y recordó la fascinación que despertó Manolete entre gente muy distinta; desde toreros de otros estilos (Marcial Lalanda, Pepe Luis Vázquez) a intelectuales de derechas, como García Serrano, Pemán o Foxá, que, en una de sus mejores faenas, se levantó gritando: «Señor, no nos lo merecemos».
Por no hablar de la frase lapidaria de Orson Welles: «Si yo fuera español estaría orgulloso de haber nacido en el mismo siglo que él».
Alvaro Domecq, prologuista del libro, le recuerda, siendo él un niño, «cariñoso y agradable, aficionado al campo y al caballo, toreando becerras allí en la plaza cerca de la Laguna de la Janda», o «con unos andares impresionantes, despeinado, sudoroso, manchado, rodeado de una multitud de aficionados que lo admiraba después de haberlo visto torear minutos antes» y entre la que él se deslizaba serio.
Alvaro Domecq recoge en su prólogo testimonios de quienes conocieron a Manolete. Sus banderilleros recordaban «su quietud, su temple, para que el toro sólo cogiera la muleta»; su mozo de espadas hablaba de su amabilidad, sencillez y buena educación. «Siempre, durante mis años de toreo, me he encontrado con grandes partidarios de Manolete, los recuerdos de sus faenas contados una y otra vez en muchos sitios de España. Después de muchos años siguen perdurando su gloria y su torería», concluye su prólogo Alvaro Domecq Romero.