Además de un acto de inquebrantable esperanza, acudir a una corrida de toros supone cumplir un rito: sobre todo, claro está, en templos tan hermosos y significativos para la historia de la Tauromaquia como las Ventas y la Maestranza.
Cada aficionado cumple los ritos que él ha elegido. Al llegar yo a las Ventas, cada tarde, y sentarme en mi delantera de grada, suelo sacar mis prismáticos y enfocar a la delantera baja del 8 para comprobar que allí está, erguido, impecablemente vestido, como siempre, Angel Luis Bienvenida. Alguna vez, él lo advierte, y me hace un gesto de saludo.
Para mí, es una referencia permanente. Mejor dicho, lo ha sido, como antes lo era Marcial Lalanda, también en una delantera de grada, opuesta a la mía. Ellos dos - y algunos más, claro - han sido columnas que han sustentado, mejor que las de hierro, el prestigio de la plaza de toros de Madrid.
Recuerdo dos anécdotas recientes. En el último San Isidro, me pidió que le acompañara, una tarde, en sus localidades. Dejé la mía y, aunque la corrida resultó tediosa, como tantas, fue un placer pasarnos la tarde hablando de toros: ¿de qué íbamos a hablar, si no? (La corrida tiene esa ventaja sobre otros espectáculos: con la discreción de la voz baja, permite un diálogo permanente con un amigo).
Desde la muerte de su hermano Antonio, le había tocado a Angel Luis ser el mayor de la dinastía y supo representarla con la máxima dignidad, como un caballero de excepcional educación. Todos sus vecinos de localidad le conocían y le respetaban. Hablar con él de toros era un verdadero placer.
Era fiel, como toda su familia, a una concepción clásica del toreo, la que había mamado. Sólo tenía un defecto: era incapaz de hablar mal de nadie, ni siquiera de diestros que, obviamente, no podían agradarle. En todos intentaba encontrar algo estimable. Sólo le irritaba -Bienvenida, al fin y al cabo - la ausencia de torería en mil detalles, la falta de atención a la lidia...
No hace mucho, en la muy castiza Casa Ciriaco, la Tertulia de Amigos del Conde de Colombí, el gran bibliógrafo taurino, me ofrecía una comida. A mi lado se sentó Angel Luis. Al dar las gracias, se me ocurrió subrayar que la cercanía nos suele impedir apreciar lo que tenemos junto a nosotros. Dentro de algunos años, quizá, nuestros nietos se extrañarán al oírnos que fuimos amigos de Angel Luis Bienvenida, que vimos competir a Luis Miguel y Ordóñez y mostrar una cicatriz que él atribuía a cornada a Orson Welles...
Con todo su amor por Sevilla, Angel Luis era un torero de Madrid: la tarde de su debut en las Ventas, en 1943, tuvo que dar tres vueltas al ruedo, al concluir el último novillo. En esa plaza tomó la alternativa y jugueteó en banderillas -el célebre cuadro de Roberto Domingo - con sus hermanos Pepote y Antonio. En el comienzo de Príncipe de Vergara (entonces, General Mola) un azulejo recuerda lo que fue su casa.
Nos acompaña el recuerdo de su amistad, de su innata elegancia, su torería y su hombría de bien. En el próximo San Isidro, sin embargo, ya no estará Angel Luis en su delantera baja y las Ventas habrá perdido otra de sus mejores columnas.
Andrés Amorós es catedrático y escritor.