A la marcha de un millón de personas en Madrid, los independentistas vascos han contestado con los 18 de la fama, que ni quemaron las naves como los combatientes de Cortés, ni eran harapientos y hambrientos como los soldados de Pizarro. Eran18 héroes de la gasolina y la pintada que ya no tienen nada que ver con los desesperados que asaltan la Historia. Ya no están desesperanzados, sino a la espera de un tratado.
Los chulines del frontón, como los de la Audiencia, se descojonan de la «vieja, triste y ruín España», como la define Arturo Pérez Reverte. Dice Gara que los expertos mantienen línea abierta con todos los agentes; y los mediadores coinciden en que el proceso no puede darse por roto. La Ertzaintza, que es para mí una palabra extranjera, detiene en una operación pactada a tres bandas a los 18 de Segi-Jarrai-Haika, también tronchos extranjeros.
Mientras avanza el armisticio secreto, cada español, sin darse por enterado, tiene su receta estrepitosa para acabar con ETA. El sábado, cientos de miles de ciudadanos pidieron que no se negocie. Qué retumbo de masas; «como retumbo de riada retumban», dice Isaías, y EL MUNDO comentó que la manifestación fue una riada; se quedó corto, era un aguacero humano. Una vez dividida España en dos zonas, ETA ha alcanzado su gran objetivo: el Holocausto de los carneros. Después de dos regímenes y 10 gobiernos, hay dos sendas, sin ningún ventorro: la de los que creen que hay que dar leña al mono y la de los que piden negociar. Hay otros ciudadanos que practican la duda y ven un enigma cuya solución se desconoce. Hasta ahora, ni la pena de muerte, ni la guerra sucia, ni las reinserciones han acabado con ETA. La política de la mano dura, que pide la mayoría, no es nueva, ya la hubo en 1975; fueron detenidas en Euskadi 4.625 personas (15 al día).
La manifestación de Madrid no fue uno de aquellos motines castizos contra la Ilustración, ni la entrada de los nacionales, sino una espuma rojigualda, sin gominas, ni pistolas, ni chorvos con botas de pisar demócratas. Caminaron de forma serena, aunque hubo insultos al presidente del Gobierno. No fue una manifestación coercitiva, sino una declaración política, que tendrá mucha trascendencia. La democracia se desarrolla en los platós, en los mítines catódicos, en agencias de marketing, en casas de encuestas, y la calle es también el ágora, aunque los del Gobierno padecen, ahora, de agorafobia o temor a la multitud, que no padecieron ni practicaron cuando había que derrumbar al Gobierno del PP.
La calle es de los ciudadanos, la manifestación, un derecho constitucional, aunque la política no se hace en la calle, excepto la de las minorías extraparlamentarias. Las mayorías tienen mandato y poder en el Parlamento, pero andan despedazándose, en el hemiciclo y en la rúe, mientras los 18 de la fama se vislumbran como campeadores de la independencia.